sábado, 17 de noviembre de 2007

De paseo a El Rodadero, Santa Marta

La primera vez que salí solo de Barranquilla, fue en una semana santa de hace mil quinientos años. Un grupo de amigos me propuso que nos fuéramos de paseo para El Rodadero, Santa Marta, y que durmiéramos en una carpa, en la playa. En esa época estaba permitido hacerlo, y la policía en vez de echarnos, nos vigilaba.

En mi casa, la idea no les sonó muy buena a mis padres, pero como ya yo tenía una edad más o menos razonable para llegar un poco más allá de sus ojos, en vez de decirme que no, simplemente me dijeron que no podían darme dinero para mi aventura, pues la situación monetaria estaba delicada. En vez de lamentarme, empecé a echarle cabeza al asunto y se me ocurrió, junto con el “nene” Pabón, a quien por cierto le montaron la misma película, hacer uso de nuestro ingenio. Fuimos de casa en casa, por el barrio, y pedimos libros y discos de long play viejos, para ayudar a una escuelita para niños pobres. Una vez reunidos zopotocientos discos y tropotocientos libros, armamos varios bultos, y durante varios días estuvimos yendo a venderlos a la calle “Pica Pica”, hasta que los vendimos todos. Los gerentes generales de los “agáchate y cógelo” cuando nos veían bajar del bus nos jalaban para aprovechar el negociado que les llevábamos. El dinero que recaudamos para cada uno de los dos, de peso en peso y de moneda en moneda, fue por lo menos tres o cuatro veces más que lo que le habían dado a cualquiera de nuestros compañeros de aventura. Con tanto dinero junto, el nene y yo nos sentíamos como reyes, y ninguno de los dos encontró objeción en su casa, para ir finalmente al paseo.

El domingo, nos encaramamos, como sardinas en lata, en una buseta de “La Costeñita”, que había que coger en la esquina del paseo Bolívar con la carrera 45, y el relajo empezó desde que estábamos en la cola del bus, porque nadie la respetaba y los empujones, sin llegar a la pelea, iban y venían. En ese mismo plan se encontraban otros grupos de pelaos que conocíamos del colegio, o que vivían entre las calle 72 y la 93, y entre todos armamos una barra que llenó la buseta y que prácticamente no se separó hasta que una semana más tarde regresamos a Barranquilla.

La carpa que llevábamos era pequeña y, los ocho que nos metimos en ésta, quedábamos tan apretujados que los peos, las risas y los tropezones no dejaban dormir a ninguno, así que durante la noche montábamos la algarabía, oíamos grabaciones de chistes plebes de la “Nena Jiménez”, nadábamos y nos subíamos a las lanchas que estaban estacionadas cerca de la playa, pescábamos millares de pescaditos, con una sábana que alguno precavido llevó, pero que no llevó de regreso a su casa, y dormíamos por turnos durante el resto día.

Desayunábamos arepa de huevo y coca cola, en “El tropezón”, un tenderete que estaba en un solar descampado, como a tres calles de la playa. Almorzábamos sancocho de tienda (pan, queso y gaseosa), y comíamos perros caliente o hamburguesas con un enorme batido de chocolates.

Uno de los problemas a resolver era el de la evacuación de la basura intestinal, “o cagada que llaman”, porque como todos sabemos, los retorcijones no dan espera. Durante la noche no había problema, nadábamos hasta la boya y allí con toda tranquilidad, se hacía la deposición. Pero, durante el día, la cosa se tornaba cuadriculada, porque el mar estaba repleto de gente y había que encontrar un clarito junto a la boya más lejana, o ir hasta una lancha que estuviera anclada para poder echar la cagada. Ni para que les cuento de lo hediondos que debíamos de estar. Durante siete días no conocimos ni el jabón ni la pasta de dientes.

En una de esas noches, en el frente del edificio Iroka, nos juntamos con un grupo de venezolanos y entre ellos había un muchacho que tocaba la guitarra. Como a mi me gustaba cantar, hicimos buenas migas. Entonces decidí aprender a tocar guitarra, cosa que hice inmediatamente regresé, y no he dejado de tocarla hasta el día de hoy.

Faltando dos días para regresar, se me perdió la billetera. Esa noche habíamos estado en brincos, y alquilamos bicicletas. Duramos por lo menos una hora dándole vueltas al Rodadero y, al ir a pagar una paleta, me di cuenta que estaba con los bolsillos pelaos. El mundo se me vino encima, pero Néstor Cotes me dijo que no me preocupara, realizó una vaca y me dieron plata para los dos días que faltaban y para el bus de regreso.

Cuando llegué a mi casa el domingo, me mandaron directo a bañarme y de comida encontré unos espaguetis con atún, que yo detestaba tanto como un yogurt de cebollas. Demasiados días comiendo la misma basura, hacen que el plato más detestable sepa a gloria, así que me los comí como si de un helado de chocolate se tratara.

Tres meses después me llamaron por teléfono. Era un señor de acento francés y me dijo que tenía mi billetera, que podía ir a recogerla a su oficina en una fábrica cercana a la vía cuarenta. El tipo era efectivamente francés, y después de hacerme una serie de preguntas me entregó la cartera. Me hizo que contara el dinero que contenía y me dijo que la próxima vez tuviera más cuidado, porque tal vez no iba a tener tanta suerte. Después de darle las gracias, salí pitando para donde mis amigos, los invité a comer helados al “Royal Dairy Cream”, una heladería que quedaba en la calle 84 con la Olaya Herrera, nos atacamos a comer toda clase de helados, y cuando estábamos que no podíamos más, con los restos hicimos una guerra de helados. El dueño nos echó, y nos prohibió regresar a su heladería.