miércoles, 14 de julio de 2010

Vespertina en el Cine Coliseo

Cuando era pelao, uno de los programas favoritos del fin de semana era ir a ver películas de vaqueros, en el hoy desaparecido Cine Coliseo, que quedaba ubicado en la esquina de la carrera 43 con la calle 82. Se trataba de una edificación sin techo, con unas sillas metálicas, para resistir las inclemencias del tiempo, que cada vez estaban más destartaladas, y una pared pintada de blanco que servía de pantalla, en la que al comienzo de la película, cuando aun había claridad, se veía poco o nada. Allí nos encontrábamos cada domingo casi todos los de mi cuadra y muchos de mis compañeros de colegio y entre todos armábamos un grupo inmenso, que servía para todo, desde repartirnos entre los que alcanzara una gaseosa o, a pesar de nuestra corta edad, fumarnos entre todos un paquete de cigarrillos Hidalgo, que era el más barato y además tenía filtro. Y, por supuesto, nos divertíamos con las aventuras del Chacho de la película, que generalmente era representado por Franco Nero, Giuliano Gemma, Lee Van Cleef, Clint Eastwood o Terence Hill. Sufríamos cuando era vapuleado inmisericordemente por el jefe de los bandidos y saltábamos de alegría cuando sacando fuerzas de la nada, se levantaba para meterle una tremenda botinera y noquear al malo.

A veces, la película se cortaba o se quemaba, y en vez de ser consecuentes y esperar con calma a que arreglaran el problema, levantábamos a guayo limpio las latas de nuestros asientos, o le recordábamos la madre al guayaba y al turco que era dueño. Ni que decir cuando se iba la luz, porque había unos vergajos, que eran más malos que el azul de pelotica, y le tiraban a la pantalla un frasco de pintura y cuando regresaba la luz aparecía el manchón rojo o negro en mitad de pared. Y, para cerrar con broche de oro la noche, de regreso a casa, levantábamos a peñón físico lo garajes de las casas que había en el trayecto de regreso a casa. Creo que no hubo garaje de la calle 84 al que no hubiéramos bombardeado. El garaje más bacano quedaba en una casa ubicada en toda la esquina de la 84, con Olaya Herrera, porque el frente estaba sobre la 46 y el garaje sobre la calle 84. Pero la gracia se nos acabó, cuando un domingo nos estaban esperando en la tienda de enfrente los dueños de la casa, quienes deberían estar más que cabreros de que cada domingo le repitiéramos la dosis, nos pegaron una correteada tan tesa que, a pesar de que no pillaron a ninguno, no nos quedaron más ganas de volver a tirarle piedras nuevamente a ese garaje.

Con el tiempo, conforme fuimos creciendo y las películas de vaquero pasaban de moda, nos cambiamos de cine y de hora. Entonces inauguraron el Capri, en la misma 43, con la calle 90, y comenzó una nueva era que contaré en otra oportunidad. Respecto al Coliseo, siendo ya adulto, cuando aun no lo habían cerrado, regresé, en unas pocas oportunidades, a ver una que otra película. De hecho, la última que me vi en ese cine fue Rocky 1, y me acuerdo de esto, porque la sala por entonces estaba extremadamente degradada, se la habían tomado muchos degenerados, y uno de esos intentó propasarse con una pelada del grupo en el que yo estaba. Lo que no sabía ese cretino era lo que se iba a encontrar esa noche, un man tablúo, de 1.85 metros de altura y 90 kilos de peso, que además comía hierro a diario y trotaba todos los días. El tipo al ver que me le fui para encima, salió corriendo, y detrás de él iba yo; salió del cine, y detrás de él seguía yo; en el frente de la estación de taxis del coliseo había un policía y le pedí que lo cogiera, pero el tombito, se desentendió y se escondió, así que yo seguí detrás. El hecho era que después de dar vueltas al lo ciervo, no podía despegarse de mi, hasta que llegando a la calle 80 se metió su esmierdada y lo levanté a muñeca y botín del bueno. Como todo degenerado, cobarde, parecía una magdalena llorando y pidiendo perdón, pero yo tenía tanta rabia, que no paré de darle hasta que alguien me dijo que parara o lo iba a matar, fue entonces cuando por fin reflexioné y me detuve. Tiempo después me enteré que se trataba de un locutor radial y que el vergajo había dicho en la emisora para la que trabajaba, que lo habían asaltado. Nosotros más nunca volvimos al Coliseo y tengo la plena seguridad que ese miserable tampoco. Poco tiempo, y dado que los hechos como el que narré anteriormente se hacía cada vez más repetitivos, además de que al dueño del cine lo mataron para quitarle lo producido en taquilla, cerraron el Coliseo, y con su cierre, se cerró la etapa de los cines al descubierto que habían distribuidos por Barranquilla.