domingo, 31 de diciembre de 2006

La esquina de mi casa

El punto de encuentro de los niños y jóvenes de varias manzanas a la redonda, era la esquina de mi casa. Los amplios frentes de las casas estaban ajardinados, con su grama bien verde y cantidades de matas de flores de cayena de variados y hermosos colores. Pero, debajo del palo de acacia de esa esquina, nunca pudo crecer nada. No había día del año en que no jugáramos allí; algunas veces a la bolita de uñita o a la olla, en la que al arrancar usábamos una bolita pequeña para ganar la raya, y luego, para ganar la mayor cantidad de bolas, utilizábamos un bolonchón que, de un solo mameyazo, arrastraba y sacaba de la olla una gran cantidad de bolitas. También jugábamos con el trompo, no sólo a hacer piruetas, sino además a la “mapola”, para la que utilizábamos; uno bien bacano para ganar el arranque, otro ñacaroso, por si perdías y un tercero que tenía un clavo afilado en la punta, para partir en dos tapas el trompo del marrano de turno.

La esquina siempre estaba llena de pelaos. No había vendedor ambulante de paletas, raspao, mango verde con sal, trompos, mamón dulce y demás, que no se acercara a diario hasta allí, porque tenían la clientela segura. Finalmente hasta se convertían en amigos. Entre ellos había un hombre, bastante entrado en años, que vendía trompos y mangos; cada vez que pasaba, les regalaba un mango a los más pequeños, Camilo y Mónica. Los trataba de una manera tan especial, que, cuando llegaba el viejito Alfredo, sus propios padres llamaban al par de niños para que recibieran su mango de regalo.

Para disfrutar de la esquina no se requería una condición especial, no importaba que tuvieras 8 o 10 años, o 15 o 17, e inclusive que estuvieras por encima de los 20, como Paco Gallardo, porque todos jugábamos por igual. Paco, que ya estudiaba en la universidad, jugaba a la bolita de uñita y al trompo, de tu a tu con nosotros, y se mandaba tronco de puntería. Y cuando jugábamos béisbol, todos queríamos que jugara en nuestro equipo, porque representaba, cada vez que le tocaba su turno, un jonrón seguro. Sus amigos eran nuestros amigos, y en una ocasión tuvimos la oportunidad de jugar con uno de ellos, el mismísimo “Mono Escobar”, cuarto bate de la selección colombiana de béisbol.

En cada grupo, siempre hay alguien que se destaca, ese era Johnny Millón. Caminaba con el pecho adelante y los brazos abiertos. Tenía embobadas a todas las peladas de la cuadra, y se la pasaba haciendo piruetas en los árboles. Era el rey del barrio y los más pequeños imitábamos lo que él hacía. Brincando de una rama a la otra, no como Tarzán sino como Johnny, me caí del palo de acacia y me partí el brazo en tres pedazos. El brazo se me arrugó y encogió y se veía como si tuviera la mitad de su tamaño. Como siempre, me llevaron cargado donde el doctor Palacios, quien me mandó, de urgencia, a la clínica del doctor Modesto Martínez. Después de dos exitosas operaciones, me dejó el brazo perfecto y me creció normal. Para asustarme, mi vieja me decía: “sigue partiéndote los huesos y vas a terminar como ese señor”, mostrándome un poliomielítico que pasaba todos los días por la puerta de mi casa, con su paso renqueante, para ir a trabajar al Saint Mary School. Y lo decía con justa causa, porque ya el año anterior, me había caído de una paredilla y fueron varias las costillas que me rompí.

Rafael Vieira, fue otro de los que no pasó desapercibido en esa esquina. Lo primero que hizo fue estampar con brocha gorda, en medio de la calle, sus iniciales R.E.V.O. Era un pelao travieso, más malo que el azul de pelotica. Un 1º de enero, como a las 5:00 de la mañana, armó tremendo alboroto y al son de un acordeón, junto con un grupo de pelaos, se plantó debajo del palo de acacia, para darle el año nuevo a todo el barrio, cantando una y otra vez, “el compae chemo”. El patio de su casa parecía un pequeño zoológico. Lo tenía lleno de animales que él mismo se encargaba de atrapar en los montes vecinos. Su hobby era coleccionar serpientes venenosas, que en más de una ocasión llegaron a picarle, aunque jamás llegó a coger escarmiento. Con él aprendimos algo de física. Una de sus travesuras preferidas era estirar un gancho de alambre, de los que sirven de percha para colgar ropa, y lo guindaba entre los cables de electricidad. Al hacer contacto un cable contra el otro, se producía un corto circuito de tal magnitud, que en más de una oportunidad dejó el barrió sin luz.

Por aquel entonces, si alguien moría, era velado en su propia casa. Así pasó cuando murió nuestro vecino, Manuel Carvajalino. Don Manuel era un empresario muy respetado y conocido, y temprano empezaron a llegar todas sus amistades para presentar las condolencias. Desde el principio, el comentario general era el olor a muerto que se sentía en el ambiente. Conforme avanzaba el día, el hedor se fue haciendo insoportable, de manera que decidieron adelantar la hora del entierro y sepultarlo inmediatamente. Lo raro fue que, después de llevarse el cadáver y haber puesto toda clase de ambientadores, seguía el olor a putrefacción. No quedó más remedio que revisar palmo a palmo la vivienda. Un mosquerío insoportable y un montón de gallinazos orientaron a los que buscaban la proveniencia del pestilente olor. En el techo encontraron muerta y en descomposición, una culebra boa de varios metros de largo. Las sospechas recayeron sobre el “mono Vieira”. La viuda, ni se tomó el trabajo de ir a poner las quejas. Sabía, como todos, que aquel pelao debía estar ya atravesando el océano Atlántico, porque se había ido a estudiar Geología Marina y Taxidermia, en España.

Aquella esquina servía para todo. Le mamábamos gallo a cualquiera que pasara, en carro o a pie. Al chofer del bus, le gritábamos “roba vuelto”; al del carro de mulas, “traga peos”; al que ponía inyecciones, “puya nalga”; a la negra vende bollos, para deleitarnos oyendo sus vulgaridades, le pedíamos un “almanaque”; y, a las que perdían el año en el Saint Mary School, las batíamos gritándoles en coro: ¡Malamberas!, porque las recogían en un bus de Malambo para llevarlas al colegio donde les tocaba aterrizar, “El Divino Niño”.

La mayor parte del tiempo de nuestras vacaciones andábamos descalzos. Un día cualquiera los pies se me llenaron de hongos. Casi no podía caminar por la cantidad de vejigas que me salieron. El doctor Palacios me mandó una medicina que me tiñó la planta de los pies de azul. Me obligaron a ponerme un par de chancletas y me iba en puntillas hasta el bordillo de la esquina, para disfrutar viendo a mis amigos jugar y hacer diabluras. Una tarde pasó un hombre mal vestido y con barba larga y le grité: - es loco, se baña en batea…- no terminé el estribillo, cuando el tipo se devolvió a toda carrera. Al ver que se me venía encima, dejé tiradas las chanclas, y arranqué a correr, y no paré hasta que por lo menos había corrido cuatro o cinco cuadras. Por si las moscas, no regresé sino media hora después. Cuando llegué me estaba esperando mi mamá, no preocupada por el loco, sino por mis pies. En ese momento caí en cuenta que, hacía menos de una hora apenas podía caminar.

Conforme los pelaos iban creciendo, les tocaba ir pensando qué era lo que iban a estudiar. Por entonces, al terminar cuarto de bachillerato, daba caché ir a estudiar, los dos últimos años, a La Escuela Naval de Cadetes de Cartagena. Algunos de mis vecinos se fueron. Y cuando les daban permiso o en las vacaciones llegaban directo a la esquina, con la cabeza rambá, y vestidos impecablemente, con su uniforme blanco, para pantallear.

A menudo se presentaban con algún nuevo amigo. Me acuerdo en especial de uno, porque resultó ser hijo de un amigo de mi padre. La tarde que pasó con nosotros, se divirtió más que mico estrenando jaula, pero hizo el mayor esfuerzo posible en no manchar su uniforme. Todavía recuerdo su gran sonrisa, que iba muy bien con aquel traje blanco. Al día siguiente nos llegó la noticia de que había muerto. El muchacho, se había traído una granada, y junto con varios de sus pequeños hermanos, intentó desbaratarla con un martillo y un cincel, y casi toda la familia murió en la explosión. La noticia llegó a mi esquina, casi al instante, y todos fuimos corriendo a curiosear. La distancia que había entre nuestra calle 87 y la 76, la hicimos en un santiamén. Cuando llegamos, sacaban el primer cadáver, iba envuelto en una sábana blanca, era el de un pequeñín que no debía tener más de dos años. Al verlo, quedé tan impresionado, que me devolví inmediatamente para casa. En el camino de regreso, recordé el día en que “Vivi”, nuestra muchacha del servicio, me pilló con el revólver de mi papá entre las manos, me lo quitó con mucha maña y después me dio una paliza y me mandó a acostar. Cuando llegaron mis padres, me despertaron para darme otra zurimba. Ese día comprendí lo que significaba el peligro y que, gracias a Vivi, no me maté o no hice ningún daño a los que estaban conmigo.

Así como las chicas estudiaban en el Saint Mary, los pelaos íbamos al Biffi o al Sagrado Corazón, hasta que construyeron en frente, el Liceo de Cervantes. Al principio nos parecía bacano. El nuevo colegio tenía canchas de fútbol, béisbol, voleibol, básquetbol y, entre pared y pared, unos tubos amarillos por los que nos resultaba fácil colarnos y utilizar todas y cada una de las canchas. Los curas se portaban chévere y uno que otro hasta jugaba con nosotros.

La cosa cambió cuando entramos a estudiar al Liceo, porque entonces nos cobraban en el colegio lo que hacíamos en la esquina de mi casa. Según ellos, también había que respetar los alrededores. Puse el grito en el cielo y pedí que me cambiaran de escuela, pero mis viejos, en lugar de darme la razón, intentaron convencerme de que los curas estaban en su derecho. En modo alguno me resigné, así que les declaré la guerra y junto con algunos vecinos les hicimos unas cuantas maldades, que no pararon hasta que conseguí que me expulsaran definitivamente del colegio. Lo más cruel del asunto, fue que mi mamá llegó a pedir cacao, para que me dejaran regresar al Liceo. Por primera vez, el cura hizo una cosa buena: se mantuvo inflexible y no me permitió regresar -para mi fortuna-. Era consciente de que ya yo no aceptaba ni cumplía ninguno de sus ilógicos castigos. Aunque parezca sorprendente, no me castigaron aquellas vacaciones, pero me dijeron que o me corregía o la próxima vez me matriculaban en el Seminario.

Los mayores crecieron y se fueron a la universidad o consiguieron otras amistades o novias en otros barrios. La esquina fue perdiendo atracción y uno a uno, todos la abandonamos. Por fin creció la grama debajo del palo de acacia. Y la esquina se volvió apacible. Apacible como era la ciudad de Barranquilla, hasta el día en que un depravado, bajo engaños, se llevó a una niña desde la puerta del colegio y, después de violarla, la mató, dejándola semienterrada en uno de los montes cercanos a nuestra vivienda.

Hoy, veo a mis hijos y recuerdo aquella esquina con nostalgia. Desearía que su niñez fuera como la mía, que pudieran disfrutarla de una manera sana, sin desconfiar nadie; que entablaran amistad con cualquiera, con la certeza de que no les va a pasar nada. Me refiero a todos esos personajes malévolos, que han hecho que hoy hagamos de nuestros pequeños hijos unos ermitaños, que de milagro van al colegio, y que revisemos, con extremo cuidado, con quiénes hacen amistad y a que familia pertenecen.

jueves, 14 de diciembre de 2006

Un insignificante motivo

¿Dónde estabas? – le grité como un loco-.

Ella no dijo nada, siguió de largo hasta la cocina y comenzó a preparar la comida, al tiempo que se tomaba una taza de café.

¿Qué estabas haciendo? –volví a gritarle-. Ella seguía callada, me miraba como inerte.

Para mis adentros pensé: “si se queda callada es porque algo me oculta”.

No pude aguantar mi furia y le lancé una bofetada, y la golpeé una y no sé cuántas veces más. La taza de café que tenía entre sus manos salió despedida, dejando en el suelo, techo y paredes, una lluvia de partículas marrones que semejaban miles de estrellas.

Ella siguió callada, de sus labios sangrantes, partidos por mis puñetazos no salió ninguna palabra, de sus ojos amoratados tampoco afloró una sola lágrima. Permaneció allí, callada, como retándome, a ver quién aguantaba más.

Volví a levantar la mano para pegarle de nuevo, pero en esos momentos sonó el teléfono. Jadeante y con manos temblorosas lo cogí. Al otro lado de la línea me habló su madre, me preguntó por ella, le dije que estaba ocupada. Mi suegra me dijo entonces: -dale las gracias a Lucía por haber acompañado esta tarde a su papá, mientras yo iba al médico. Si no hubiera sido por ella no sé qué hubiéramos hecho-.

Colgué el teléfono, la miré y no supe qué decirle. Pedirle perdón era insuficiente. Comprendí por qué ella no necesitaba llorar; sus lágrimas estaban en cada una de las gotas de café esparcidas por toda la habitación. Me quedé callado como un cobarde, como el cobarde que siempre he sido. Me juré a mí mismo no hacerlo nunca más. Pero, ella sabía, que bastaría un insignificante motivo para repetir mi cobardía.

domingo, 10 de diciembre de 2006

El sabor de las frutas ajenas

En la memoria de un niño hay hechos que son trascendentales, que permanecen como grandes recuerdos y no se borran jamás. En la mía quedaron clavados para siempre: La cara de la bruja que tuve por maestra en parvulario, que no se cansaba de pegarme una y otra vez con una vara de madera en las manos, para tratar de imponerme lo que ella creía era una buena educación; el primer televisor en blanco y negro que tuvimos en casa, con el que pude ver la serie de televisión “Bonanza”; la muerte de un Papa, que hasta ese día no sabía que existiera y por el que me hicieron rezar y llorar; y el asesinato de un presidente extranjero, que en esos momentos supuse que debía ser una persona muy importante, porque todo el mundo se lamentaba. Pero, por encima de todo aquello, nunca podré olvidar la ansiedad que me embargaba durante mi interminable espera por la llegada de las vacaciones.

Cuando al fin llegaban, me inundaba una gran alegría; el mundo, que entonces abarcaba tan sólo nuestra calle, de sol a sombra me pertenecía. Podía hacer prácticamente cualquier cosa y, lo más importante, verdaderamente me divertía. Fue durante esta época cuando conocí a Néstor, Alfredo, Elías, Roberto, Javier, Jorge, Pablo, Lucho, Ángel, Juan Carlos, Rafa, mis primeros y mejores amigos, aquellos que me querían simplemente porque sí. Y juntos descubrimos la mejor manera de crecer y de ser lo que somos hoy.

Nos poníamos de acuerdo para conducir y compartir la misma bicicleta, aprendimos a nadar y a jugar a fútbol, béisbol, voleibol, básquetbol y muchos juegos más que inventábamos a diario. Construíamos ruidosas patinetas, hechas con tablas y palos de madera usada, que andaban con balineras viejas que conseguíamos en los talleres de automóviles; competíamos para ver quien hacía la cometa más preciosa y grande del barrio; con un palo de escoba recortado y las tapas metálicas de los envases de las gaseosas o cervezas, jugábamos “chequita” en mitad de la calle, en una especie de derivación del béisbol; y hacíamos campeonatos de minifútbol con una bola de trapo que, como era hecha con retazos de tela y medias viejas, sólo aguantaba como máximo dos partidos, a menos que llegara la policía y nos la confiscara, junto con las cuatro piedras que servían de porterías, por entorpecer el escaso tráfico de vehicular.

Sin falta, todos los domingos a las seis de la tarde, íbamos a cine para ver películas de vaqueros, y sufríamos en carne y hueso cuando el bueno, “el chacho de la película”, era vapuleado sin contemplación por los bandidos, y saltábamos de alegría de los asientos cuando éste se levantaba semimuerto y, sacando fuerzas de la nada, abatía uno a uno a todos los bandoleros, con un revólver al que no se le acababan nunca las balas.

De vez en cuando nos retábamos para ver quién hacía la mejor broma. En lo que a mí se refiere, como decía mi madre: -lo que se te ocurre a tí no se le ocurre a cualquiera-, y debía ser cierto porque, se me ocurría cada cosa, como aquella maldad que le hice a la negra palenquera que vendía bollos de mazorca; me acerqué sigilosamente por detrás de ella y le lancé a sus pies un Tote y, con el susto de la explosión, perdió el equilibrio y casi se le cae la palangana repleta de bollos que llevaba en la cabeza y, como a pesar de que lo intentó no pudo atraparme, me insultó, durante incontables minutos, gritándome todas las vulgaridades que podían existir, que además eran las primeras que escuchaba en la vida. Cuando por fin la palenquera se fue, todos en coro comenzamos a repetir las plebedades recién escuchadas y a insultarnos con éstas.

A medida que fuimos creciendo, nuestros padres nos daban permiso para ir un poco más allá de lo que daba su vista, obviamente dándonos todas las recomendaciones posibles, respecto al cuidado que debíamos tener, debido al peligro que entrañaba la abundancia de culebras venenosas de cascabel, coral y mapaná raboseco que había por los alrededores. Así, cuando no estábamos jugando, nos alejábamos un poco para explorar los montes cercanos y llevábamos a cabo expediciones que generalmente nos reportaban gratas sorpresas. Una vez, luego de caminar sin rumbo fijo y buscando como siempre el tesoro del pirata Morgan, hallamos una roca enorme y, al correrla entre todos, descubrimos que en cambio de un tesoro había simplemente un nido de alacranes que, al verse privados de su protección, levantaron su ponzoñosa cola e intentaron picarnos. Conocedores del peligro, nos alejamos por el primer camino que encontramos, al final del cual nos tropezamos con una inacabable pared blanca que tenía un gran portón de hierro que rompía su monotonía y en cuyo arco superior estaba escrito un nombre: “Valdejuli”. Aunque ya era muy tarde para nosotros y estaba anocheciendo, pudo más nuestra curiosidad, nos ingeniamos para poder subirnos a la paredilla, y contemplamos maravillados la casa más extraña y grande que habíamos visto jamás. Era una construcción inmensa y alargada, de dos plantas, recubierta totalmente de ladrillos rojos, con un tejado formado por tabletas de color gris oscuro y una chimenea que surcaba los cielos, y cantidades de ventanas a través de las que se podían observar millones de bombillos encendidos que, en medio de la penumbra, la hacían parecer un barco de río. Una nube de mosquitos nos atacó recordándonos lo tarde que era y volvimos exhaustos a casa con la incertidumbre y la intención de regresar lo más pronto posible.

Esa noche, mientras cenábamos, le insinué a mi padre que construyéramos una chimenea en casa, y me explicó que en Barranquilla no era necesaria y que, si tuviéramos una nos asaríamos con el calor. Al irme a la cama, me costó mucho dormirme. El descubrimiento que habíamos hecho me daba vueltas en la mente, había adquirido un gran significado para mí y supongo que para mis amigos también. A la mañana siguiente, una vez hube desayunado me fui a esperar a los muchachos debajo del árbol de acacia que había en la esquina de mi casa. Al rato, todos llegaron y nos dirigimos a conocer bien aquella casa y cuando a la luz del día vimos lo que realmente había detrás de la pared blanca, las vacaciones dejaron de ser las mismas. Los patios de nuestras casas eran relativamente grandes y estaban sembrados con toda clase de árboles de frutas tropicales, sin embargo, aquél era diferente, poseía un embrujo especial y parecía que nos llamara y nos dijera, vengan aquí, qué están esperando, miren todas las cosas ricas y sabrosas que tengo a su disposición.

En torno a Valdejuli, el propietario de la vivienda, como nunca lo habíamos visto, tejíamos innumerables historias: unos decían que era paralítico y por eso nunca lo veíamos y que en esos momentos debía estar observándonos a través de alguna ventana, desde su silla de ruedas; otros, que era un millonario holandés que vivía en la isla de Aruba y tenía la casa simplemente para venir a pasar una que otra temporada. En todo caso, fuera quien fuera Valdejuli, decidimos que eso no debía importarnos, y tomamos la decisión de saltarnos la pared blanca y hacer de su patio nuestro propio edén.

Prácticamente a diario nos reuníamos debajo del mismo árbol de acacia y, en grupos de cinco o seis, nos dirigíamos a aquel paraíso tropical, y tranquilamente y sin que nadie nos dijera nada, envueltos por el agradable sonido que producían los pitirres, azulejos, canarios, petirrojos, toches, guacharacas, cocineras, tierrelitas, papayeros y cientos de aves más de distintas y desconocidas especies, pasábamos un par de horas trepándonos en los árboles y saboreando los más exquisitos y jugosos mangos, guayabas, cocos y ciruelas que existían sobre la tierra.

A medida que realizábamos más incursiones a Valdejuli tomábamos más y más confianza, hasta que, una tarde, el sonido de los pájaros desapareció de improviso, produciéndose un silencio infernal que fue desgarrado por los destemplados ladridos de una descomunal bestia negra y, detrás de ésta, venía corriendo un gigantesco individuo de más de dos metros de estatura, blandiendo un machete mientras nos insultaba y nos lanzaba toda serie de improperios. Ese día, al huir dejamos abandonadas en el suelo las frutas que habíamos recolectado y empezó un ritual que duraría, no sólo el resto de esas vacaciones, sino algunos años más. A partir de entonces, cada vez que íbamos a Valdejuli instalábamos un vigía para evitar sorpresas desagradables, y cuando veía a lo lejos aquel animal salvaje, nos alertaba, inmediatamente recogíamos todo y salíamos corriendo como almas que lleva el diablo.

El patio de la casa de Valdejuli era aparentemente el secreto mejor guardado, al punto de que ni siquiera a nuestros propios padres les habíamos comentado acerca de su existencia. Rompiendo tan sagrada regla, Néstor trajo una vez a su primo Aníbal para que pasase la tarde con nosotros. Elías se molestó por la revelación de nuestro gran secreto, pero comprendió que no podía hacer nada más, y al ver a aquel muchacho vestido como si estuviera listo para ir a la misa del domingo, irónicamente le dijo que lo mejor que podía hacer era quedarse de vigía. Aníbal no accedió. El iba a entrar porque por nada en el mundo se iba a perder semejante diversión. Se arremangó un poco los pantalones, se quitó medias y zapatos y se saltó la pared. La tarde transcurrió como siempre hasta que Javier, que hacía esa tarde de vigía, nos avisó del peligro y, al huir despavoridos, los zapatos de charol de Aníbal se quedaron puestos encima de la pared. Brillaban tanto bajo el hermoso sol de aquella tarde decembrina, que parecían como nuevos, como si hubieran sido recién sacados de su caja. El jardinero, que además hacía de guardián, se acercó velozmente a la paredilla y los tomó en sus manos, y al verlo descalzo, con una desfachatez propia de los que llevan la maldad en la sangre, lo miró y tranquilamente le dijo: -si los quieres ven y quítaselos a Blacky-, como se llamaba el perrazo que siempre lo acompañaba. Alfredo lleno de furia gritó: -¡No más, ya está bueno de maricadas!-, y cogiendo entre sus manos un mango bien verde y duro se lo lanzó con todas sus fuerzas. Fue como un grito de rebeldía a una situación que había estado repitiéndose durante mucho tiempo. Al instante, los demás comprendimos que debíamos hacer lo mismo y le arrojamos todos los mangos y guayabas verdes que teníamos a mano. Nuestro contraataque fue tan contundente que aunque no pudimos recuperar los zapatos, por primera vez hicimos retroceder a aquel desgraciado y a su perro asesino.

A partir de entonces, ya no huíamos del todo. Y cada vez que los veíamos venir, rápidamente nos saltábamos la paredilla y los bombardeábamos a mango y a guayaba verde. Nos volvimos tan descarados que, cuando el perro y su maligno acompañante se iban, continuábamos la faena. A veces, llenábamos tantas bolsas de fruta que casi no podíamos con ellas. Néstor, que era un poco alocado, un día en el camino de regreso a casa, por hacer de chistoso comenzó a gritar: -“mango, mango, vendo mango”-, y antes de que nos diéramos cuenta, se detuvo enfrente de nosotros un Toyota blanco y sus ocupantes le compraron una docena; enseguida todos empezamos a corear: “mango, mango”. Esa tarde, iniciamos un negocio de venta que pronto extenderíamos a otros productos: guayabas, ciruelas, cocos, y limones; envases vacíos de gaseosas; discos viejos; y, por supuesto, los libros del año escolar que acababa de terminar.

Para que rompiéramos la rutina, algunas veces la familia de Néstor nos invitaba a pasar la tarde en una casa que tenían a la orilla del mar. Allí también había unos frondosos árboles frutales y, traspasando una verja se llegaba directamente a la playa. Así que, cuando íbamos nos dábamos un agradable baño de mar y, además, comíamos mangos maduros hasta hartarnos. Una tarde, se divertían Néstor y Javier, meciéndose fuertemente en una hamaca atada en uno de sus extremos al grueso tronco de un árbol de mango y por el otro a una columna que servía al mismo tiempo de poste de la luz, y que estaba enterrada allí desde tiempos inmemoriales. Debido a la humedad producida por las torrenciales lluvias de los últimos días y con el ajetreo y el peso de ambos, la columna cedió y cayó encima de los dos y le aplastó la cabeza a Néstor, que murió instantáneamente. Javier falleció horas después a causa de las heridas internas producidas por el impacto. Era el día 28 de diciembre, día de los inocentes. Cuando llegué a mi casa y le conté a mi madre lo sucedido, no me creyó y me reprendió fuertemente por hacer bromas pesadas. Ella comprendió que lo que decía era cierto al ver mis lágrimas, producto de la impotencia de quien trata de decir algo de esa magnitud y en un día como ese no es creído por nadie.

Aquella tarde, que quedó grabada para siempre en nuestra memoria, dejamos atrás los restos de la niñez y la vida nos cambió para siempre. Nunca más volvimos a cine para ver películas de vaquero, ni hacíamos bromas pesadas, ni regresamos a la casa junto al mar, ni mucho menos se nos antojaba saltarnos la pared del patio de Valdejuli.

Ahora la casa de Valdejuli no se veía tan lejos, la ciudad poco a poco la había absorbido, y en el frente de la inmensa pared blanca había una nueva calle recién pavimentada y a su alrededor estaban siendo construidas decenas de casas. El jardinero, que realmente medía un poco más de un metro con setenta de estatura, tenía un nombre, “Zabala”, y se hizo amigo nuestro. Sólo entonces comprendimos que Zabala, al igual que nosotros, aguardaba con ansiedad la llegada de las vacaciones. Éramos su única distracción en la inmensa soledad que le producía aquella casa vacía con sus tres manzanas por patio. Nos contó que Valdejuli era en realidad el nombre de la región de la que provenía el millonario catalán dueño de la vivienda, que había llegado a la ciudad huyendo de la guerra civil española, que tenía un único hijo que se había quedado paralítico hacía algo más de diez años en un accidente y que, desde entonces, se habían marchado y habían recorrido el mundo consultando a los mejores médicos y brujos para ver si encontraban una cura milagrosa; nos invitó a conocer la mansión, todo estaba impecable y reluciente, esperando a unos dueños que no regresarían jamás, paseamos por sus hermosos jardines, recorrimos un pequeño campo de golf en donde hacía siglos que no jugaba nadie, y puso a nuestra disposición todos los mangos, guayabas, cocos y ciruelas que quisiéramos, pero ya no sabían a lo mismo, habían perdido el sabor y el encanto que nos producía el temor de ser atrapados mientras las cogíamos.

Al año siguiente, mientras me dirigía a recibir mis primeras clases de guitarra, vi a Zabala y a Blacky persiguiendo y asustando a otros niños que, como mis amigos y yo, se divertían cogiendo y disfrutando del exquisito sabor de las frutas ajenas.