sábado, 20 de enero de 2007

La hermanas Torres

Cuando Genaro Torres enfermó, los habitantes del pueblo de El Carmelo se alarmaron, era la primera vez que en sus sesenta y siete años de vida estaba, contra su voluntad, en una cama. Siempre había gozado de una salud esplendorosa; era tan sano que aún conservaba intacta su lacia y perfectamente cortada cabellera negra.

Con la aparición de los primeros malestares y durante los meses siguientes, los años le cayeron encima como ráfagas; su fortaleza de roble se desplomó y empezó a encorvarse. Su hermoso cabello negro, igual que las hojas en el otoño, cayó a raudales, dando paso a unos desordenados y ralos rizos blancos. Y sus pies parecían cada vez más cansados y los huesos de todo el cuerpo paulatinamente se le desmoronaron, haciéndole sentir que vivir fuera un tormento.

El dolor que sentía era a veces tan intenso e insoportable que, ni la morfina podía calmarlo; y, aunque en las interminables noches de insomnio le imploraba a la muerte para que llegara pronto, mantuvo hasta el final su prestancia y su dignidad ante los demás.

A pesar de su lamentable estado de salud, su casa, que quedaba ubicada en un lugar privilegiado de la plaza principal del pueblo, justo a mano derecha de la iglesia, permanecía durante el día, como toda la vida, con las puertas y ventanas abiertas de par en par; y siguió recibiendo gente, y los niños del pueblo entraban como “Pedro por su casa” y corrían presurosos hasta el grandioso patio para coger todos los mangos, cocos, ciruelas, nísperos, guayabas y guineos que se les antojaran.

Como no podía atender personalmente el consultorio médico gratuito, que construyó en uno de los muchos salones de su casa, contrató a un joven médico de Cartagena para que siguiera haciéndose cargo de los pobres de El Carmelo, y les regalara, la mayoría de las veces, las medicinas.

El día en que por fin le llegó la anhelada muerte, como si de su propio padre se tratara, no hubo nadie que dejara de asistir al entierro de tan noble personaje al que se consideraba el más querido y apreciado de la comunidad. Allí estuvieron en su último viaje, además de sus tres preciosas y jóvenes hijas: Diva, Tulia y Silvia, todo el pueblo, y cientos de curiosos de los alrededores. Y no podía ser para menos, en El Carmelo sabían que quien se iba dejaba tras de sí un hueco difícil de llenar.

De cuna noble y rica, siempre se distinguió por su sencillez y generosidad. Además de médico, era político, músico, escritor y pintor, y compuso y dejó para la posteridad el himno del pueblo que, al paso del cortejo fúnebre, todos cantaban en medio del llanto y la amargura.

Los únicos que faltaron a tan dolida cita fueron sus otros hijos: Hugo, Marcos y Francisco, que desde su juventud se habían marchado para la moderna y pujante ciudad de Barranquilla y, no se enteraron de su fallecimiento.

Las hermanas Torres, huérfanas de madre desde niñas, y sin informarle a sus hermanos lo sucedido, ahora que quedaban solas, y una vez que habían transcurrido las inacabables nueve noches de velorio, en las que pacientemente recibieron el pésame y la compañía de centenares de personas que se sentían apesadumbradas con la muerte del gran benefactor, comenzaron a hacer pequeños cambios en su entorno que hicieron que la vida pareciera ir más deprisa en aquella casa.

Aunque no se dividieron la cuantiosa herencia, decidieron que era hora de empezar a disfrutarla. Cerraron, de manera temporal, puertas y ventanas y el consultorio de Don Genaro y se embarcaron en una travesía de más de un año para conocer el viejo mundo, visitaron las grandes capitales europeas, recorrieron los museos más famosos, se hospedaron en lujosos hoteles y compraron finísimos y elegantes vestidos y lujosas joyas, y cortinas y muebles vieneses para su casa. Llevaban un tren de vida propio de la nobleza de los siglos pasados.

A su regreso, se armó un gran revuelo en el pueblo, todo el mundo quería admirar la belleza y elegancia de las cosas nuevas, recién traídas de Europa y, para poder observarlas, se asomaban por cualquier espacio o rendija que quedara al descubierto en las ventanas.

Para evitar las interminables visitas y tratar de conservar impecables los muebles y demás enseres importados, puertas y ventanas fueron definitivamente condenadas. Y, los niños que otrora inundaban con sus gritos y su alegría el ambiente, no podían ya entrar corriendo, a coger frutas o jugar en el patio.

El modo de ser, descomplicado y sencillo, conque habían sido criadas, quedó atrás, dando paso a una vida estirada y glamorosa. Para lucir sus vestidos de última moda, por las tardes, al bajar el sol, cuando ya el calor no era tan sofocante, daban un paseo por la Plaza sin detenerse a mirar o saludar a nadie. Desgraciadamente, mucha de la ropa comprada era de invierno y además de color oscuro, y debido a la agobiante temperatura que imperaba en la región durante todo el año, resultaba allí imposible de usarse. Así que, pensando en los futuros viajes, casi la mitad de sus numerosas galas fueron guardadas en los escaparates. Y pronto terminaron siendo comida de polillas y cucarachas.

Ahora, ningún hombre de El Carmelo era lo suficientemente atractivo, rico y educado y de buena familia, para que las Torres lo tuvieran en consideración. Tan sólo Silvia, la menor, que no quería ver como se alejaba su juventud, tuvo un serio romance con Aldo De Filippi, hijo de unos inmigrantes. Pero las otras dos, más que todo por envidia, hicieron hasta lo imposible para que se olvidara de aquel individuo: - no te das cuenta de que ese advenedizo, con ínfulas de galán, lo que en realidad quiere es nuestro dinero - le decían -.

Convencida, de que sus hermanas por nada en el mundo iban a permitirle aquella relación, decidió fugarse con su novio y abandonarlas.

Aldo de veras la quería pero, también comprendía, que querer no es poder, y que, con lo poco que ganaba trabajando en la sastrería de su padre, no podría satisfacer en lo más mínimo, los caprichos, gustos y pretensiones de su amada Silvia. Y con el dolor más profundo, la rechazó.

Después de dar vueltas sin rumbo fijo por el pueblo, a Silvia no le quedó más opción que regresar a su propia casa, en donde sus hermanas, al verla de vuelta, se complacieron en humillarla hasta la saciedad, y le tocó aguantar estoicamente el vendaval de burlas con que la azotaban diariamente.

Cierto día, a la salida del sol, por dos veces, se escuchó tenuemente el sonido de la pesada aldaba que colgaba en medio de la puerta principal, y que servía para anunciar a los visitantes. Era Mariana Aravena, la viuda de Francisco Torres, uno de los hermanos olvidados, que, acompañada por Olga, la mayor de sus hijas, se había aventurado a ir hasta El Carmelo para pedirle ayuda a la familia de su difunto esposo.

Francisco, después de fracasar en un negocio de importaciones, en un ataque de depresión y locura, tomó la terrible decisión de suicidarse.

Tulia, que abrió la puerta, las atendió despectivamente y, a pesar de que se encontraban totalmente empapadas, por el fuerte aguacero que caía, no les permitió pasar más allá del vestíbulo, y rápidamente las despidió con las manos vacías.- El se fue y jamás se acordó de lo que dejó acá, así que olvídense ahora ustedes de que porque vinieron a El Carmelo, de buenas a primeras, van a gozar de nuestro dinero. Arréglenselas como bien puedan – les gritó –

La desamparada viuda, no salía de su asombro, y estupefacta ante aquel destemplado recibimiento, muy decentemente se dio la vuelta y, sin pronunciar palabra alguna, regresó desconsolada por el mismo camino por el que llegó. Y, antes de subirse en el bus que las tenía que llevar de regreso hasta Barranquilla, tomó por las dos manos a su hija, y le hizo prometer que, pasara lo que pasara, nadie debía enterarse de aquel desagradable suceso.

Silvia, vivía como en un mundo aparte, y jamás se enteró de que su cuñada y su sobrina se hubieran acercado alguna vez hasta El Carmelo. Para tratar de dejar de lado y olvidar, tanto sus fallidos amoríos con Aldo, como las humillaciones que todavía recibía por parte de sus hermanas, asistía con regularidad a la iglesia, y comenzó a hacer obras de caridad. Mandó a pintar el consultorio. a fin de ponerlo nuevamente en funcionamiento, y contrató a un médico para que volviera a socorrer a los más necesitados, tal y como habían sido siempre los deseos su padre.

Una noche de tormenta, la nueva benefactora de El Carmelo, asistió al nacimiento de un niño al que pusieron el nombre de Rubén. La madre, una joven soltera que, estando de paso por el pueblo rompió fuente, y que además era supersticiosa, identificó la tempestad con un mal presagio, e inmediatamente se lo regaló a Silvia. Pensaba que así su hijo se libraría de sus malos augurios y que, crecería como un príncipe.

Silvia tomó al bebé entre sus brazos maravillada, no podía creer que aquello le estuviera sucediendo, y desde que posó sus brillantes ojos verdes sobre el rollizo y peludo recién nacido, volcó en él, todas las ilusiones y fantasías que llevaba acumuladas por dentro.

La nueva madre, se entregó en cuerpo y alma a la crianza del bebé y, conforme dedicaba más y más tiempo a su cuidado, dejaba de asistir a la iglesia y se olvidaba poco a poco de las obras de caridad, hasta que llegó el día en que, hastiada de cualquier otra cosa que no fuera el estar pendiente de su hijo, despidió al médico y clausuró definitivamente el consultorio.

Para disfrutar a solas de la compañía y el cariño de Rubén, Silvia compró un Jeep y todos los fines de semana, desde muy temprano, tomaban rumbo hacia Cartagena. Allí se alojaban en un hotel de aspecto colonial y, enfrente de éste, cogían un carruaje tirado por dos hermosos e imponentes caballos blancos, y paseaban por parques y avenidas decoradas con grandiosas palmeras reales; y recorrían las tiendas de lujo y le compraba la ropa más cara y fina que hubiera en el mercado y cantidades de inservibles chucherías; y finalizaban la gira, almorzando en un restaurante elegante de la ciudad amurallada. Por las tardes, se iban caminando hacia la playa para disfrutar juntos de las cristalinas aguas azules del mar caribe colombiano. En lo que a Rubén se refería, no había antojo que no quedara satisfecho.

Al haber sobrepasado los treinta años de edad y resignada a su soltería, Tulia tenía el carácter ácido e irascible. Nadie la soportaba, y cuando cogía la palabra hablaba hasta por los codos, parecía una vitrola, y trataba de imponer, a costa de lo que fuera, sus ideas. Estaba plenamente convencida de que no había mujer más bonita e inteligente que ella. Y aunque salía muy poco, cada vez que podía, se ponía a fisgonear a través del viso que quedaba entre el marco de la ventana y las cortinas de su cuarto, así que se conocía al dedillo la vida de muchos de los habitantes del pueblo. Y mataba el resto del día pasándose horas interminables con una manguera en la mano y regando, una y otra vez, los helechos y la gran variedad de plantas y árboles frondosos que había en su patio, y recogiendo las innumerables hojas secas que caían de los árboles y quemándolas a diario.

Maniática como era, todos los días, a la hora del almuerzo, enrollaba varias páginas de un periódico viejo y comenzaba una batalla, para acabar con las moscas y cualquier otro insecto volador que se acercara hasta la mesa mientras comían.

Desde que, llena de alegría, Silvia le enseñó por primera vez a Rubén, incomprensiblemente optó por rechazarlo y no darle ninguna oportunidad de ganarse su cariño. Sin ningún tapujo, Tulia frunció su ceño y tomó la irrevocable decisión de detestarlo. No soportaba que el bebé llorara y al escuchar su llanto sentía que las tripas se le revolvían y le daban ganas de estrangularlo, y si llegaba a tropezarse con un charquito de orín dejado por el niño, llena de ira despotricaba vociferando gritos descomunales. Parecía que Rubén fuera el único culpable, de que ella nunca se casara y de su infundada furia hacia el mundo en general.

Diva, la hermana de en medio, era más que todo tímida y sufría un poco de tartamudez. Generalmente, se dejaba influenciar por cualquiera de las otras dos y mitigaba sus temores y su soledad refugiándose en la bebida. Poco le importaba que sus borracheras fueran más y más evidentes y, en mitad de éstas, si por casualidad Rubén se cruzaba en su camino, la frase más suave y cariñosa con que lo trataba era “pequeño bastardo”.

En algunas ocasiones, si aun no había bebido, se encerraba a solas en la biblioteca y leía unos cuantos fragmentos de cualquier libro que se le antojara o, simplemente, se sentaba en una mecedora, cerraba los ojos y dejaba que pasaran impunemente las horas del día.

Las Torres nunca trabajaron. Cada vez que necesitaban algo iban a su finca y lo cogían. Con el transcurso de los años, el dinero y las joyas atesoradas inexorablemente fueron desapareciendo. Una a una, vendieron vacas, cerdos y gallinas y cualquier otra cosa que pudiera venderse.

Un día, Silvia escuchó en la radio que, Eduardo Torres, uno de los hijos de su hermano Marcos, había sido designado Gobernador del Departamento del Atlántico y, se le ocurrió la brillante idea de irse para Barranquilla para pedirle ayuda al nuevo mandatario. Pintando pajaritos en el aire, se subió a su destartalado Jeep, acompañada de Rubén, con dos bolsas de almojábanas y un botellón de jugo de guayaba con leche para el viaje de más de seis horas, y se presentó en el Despacho del flamante Gobernador.

La secretaria, que la miraba asombrada, la hizo caer en cuenta que, el Gobernador, no era su querido pariente, sino otra persona que tenía su mismo nombre y apellido. Se trataba tan sólo un homónimo. Pero, amablemente le regaló un directorio telefónico y con éste en la mano, llevó a cabo una peregrinación por la casa de cada uno de sus desconocidos pero adorados sobrinos, implorando misericordia, pero no encontró ninguna respuesta de parte de éstos.

Sus sobrinos, se avisaban entre ellos: - para allá va la loca de tu tía Silvia. Va vestida con un batolón de flores y una pañoleta, parece una Gitana; y está acompañada de un pelao descamisado que quien sabe de dónde carajo sacó -.

Al arribar a la casa de cualquiera de éstos, ninguno la atendía personalmente y las muchachas del servicio, debidamente aleccionadas, la recibían muy cortésmente y le informaban que los señores no se encontraban en la ciudad. Desencantada le tocó devolverse para El Carmelo con las manos vacías, igual que le había sucedido, años atrás, a su cuñada Mariana.

A partir de entonces, vendieron lo que quedaba de la finca de más de casi mil hectáreas, que había pertenecido durante varias generaciones a la familia Torres; y, dividieron en pequeños lotes una parte del terreno que correspondía al enorme patio de su casa y redujeron más y más los gastos.

Con la desaparición del dinero, desaparecieron también las buenas costumbres; y los malos tratos, gritos, insultos e improperios ocuparon un lugar privilegiado en el discurrir de su vida diaria. Cada una de las solteronas le echaba la culpa a la otra de su soltería, y de la desgraciada situación económica que las agobiaba, y comenzó entre ellas, y también hacia el resto del mundo, una era de odio y de rencor. Se aislaron definitivamente de la comunidad y dejaron de dirigirse entre ellas la palabra.

Sus diferencias se hicieron tan irreconciliables que, llegaron a un punto en que para no tener que soportar el verse las caras, dividieron la enorme casa en tres partes, más o menos iguales, en las que cada una vivía, como si de una isla tenebrosa se tratara, dando por descontado que las otras dos habían dejado de existir.

Las gentes de El Carmelo estaban abismadas ante tan descabellada situación, y los más agradecidos, aquellos que aun conservaban vivo el recuerdo de Don Genaro Torres, ingenuamente pensaron que podrían ser escuchados; y conversaron con las tres por aparte, pero no hubo argumento, ni poder humano, que las hiciera entrar en razón y desistir de su soberbia actitud.

El cura, tampoco olvidó que ellas eran las hijas de quien fuera el gran benefactor, no sólo de la iglesia, sino también, de todo el pueblo, y trató de interponer sus buenos oficios. Intentó confesarlas y hacerlas comprender que, si anteponían a Nuestro Señor por encima de lo demás, y si como él enseñaba, perdonaban todas las ofensas, siempre habría lugar para un feliz reencuentro, pero tampoco consiguió nada. Las invitó a que regresaran a la misa dominical, y como sabía que no iban a asistir, instaló un par de altoparlantes en el frente de la iglesia y les dedicó la homilía, y los feligreses ese domingo, y durante muchos más, rezaron por ellas, y por el retorno de la paz y el amor fraternal a la casa de las Torres; hasta que comprendieron que, por mucho que invocaran a Dios, ninguna de las tres iba a cambiar su forma de actuar, y las abandonaron a su propia suerte.

El único lazo que quedó, entre ellas, y que además las continuaba uniendo con el resto de habitantes del pueblo, era la negra Catalina. A ésta, por increíble que parezca, fueron incapaces de odiarla. Trabajaba con la familia desde antes de que nacieran. Siempre risueña y alegre, se carcajeaba estruendosamente al oír los insultos y la sarta de vulgaridades empleadas por las hermanas Torres. Jamás les llevó la contraria, y desde que tomaron la determinación de no hablarse más y de dividir la casa, se encargaba, con igual esmero y dedicación, de hacerles la comida y la limpieza, a cada una de las tres por aparte. Como se daba el caso de que si una quería pollo frito, la otra lo deseaba guisado y la siguiente pedía cerdo, diariamente tenía que ingeniárselas para poder engañarlas y lograr que finalmente todas desayunaran, almorzaran y cenaran lo mismo.

Hasta el día en que se marchó, a causa de su fatigada vejez, Catalina gozó del respeto y cariño de las Torres. En el momento de partir lloró impotente y desconsolada, pues presentía lo que vendría y que ella, por lo avanzado de su edad no podía evitar. Al traspasar la puerta principal, el sonido de su llanto se congeló en los muros que dejó tras de sí, y durante un tiempo su presencia se dejó sentir por todas partes, era como si nunca se hubiera ido.

Tan pronto como se diluyó el último de sus lamentos, la casa quedó al garete, el polvo y las telarañas la fueron absorbiendo, la tela de muebles y cortinas se hizo jirones, las paredes se desconcharon, y afloraron las goteras en el techo y, si llovía, ríos de agua recorrían inmisericordes los salones en los que en otras épocas relucían el lujo y los muebles importados de Europa. Ninguna de las tres tomaba la decisión de remediar todo aquello, poco o nada importaba lo que pasara. Para esos momentos, no existía ni siquiera el deseo o las ganas de aparentar.

Rubén hacía y deshacía cuanto le venía en gana. Se volvió pendenciero, permanentemente encontraba motivos para imponer su voluntad, inclusive por la fuerza, y se peleaba a las trompadas contra todo aquel que osara contradecirlo o dejara de satisfacer sus caprichos. Se divertía estrujando y agitando las ramas de los árboles del patio, y desde la copa de éstos, gozaba viendo a Tulia recoger la basura que él diligentemente producía, mientras le arrojaba desde arriba una andanada de gargajos. Y, amparado en la espesura del follaje de los árboles, le lanzaba guayabas maduras a los transeúntes de la Plaza, o tiraba piedras al aire para romper, sin ninguna contemplación, el tejado de las casas vecinas.

Cuando entró en años, y por fin comprendió que su madre de crianza no podía ya darle todo aquello que se le antojaba, cogía y malvendía las cosas de valor que aún quedaban en la casa. Fue así como, copas y cubiertos de plata, candelabros y vajillas, llegaron lentamente a la cacharrería del Turco.- Ese Turco desgraciado me está corrompiendo a mi nene – maldecía Silvia -. Igual suerte le correspondió a los muebles e implementos quirúrgicos del antiguo consultorio médico; y a los cientos de libros que Don Genaro acumuló, con tanta dedicación y esmero, a través de los años, en su grandiosa biblioteca. Dependiendo de cuan grande fueran sus necesidades monetarias, los tomos eran embalados en cajas de cartón, y vendidos a precios irrisorios en la plaza del mercado.

Empezó a frecuentar las malas compañías, se ausentaba por varios días de la casa, y jamás daba razones de sus andanzas. Un día, sucedió lo que tarde o temprano tenía que suceder, se vio envuelto en un atraco a un ganadero de una población vecina. La víctima resultó herida y la policía buscó por los alrededores a los delincuentes. Para colmo de sus males, alguien reconoció el Jeep que había sido utilizado en el asalto.

Rubén, que no tenía ninguna otra parte a donde ir, buscó refugio en casa de su madre y, al llegar a buscarlo la policía, Silvia les dijo que hacía muchos meses que no sabía nada de él. Pero Tulia y Diva que toda la vida lo habían detestado y que conocían bien todos los recovecos de la buhardilla en la que se escondía, se pusieron de acuerdo por esta vez y enseñaron a los agentes, el lugar exacto en dónde éste se encontraba. Fue conducido a prisión y, pocos meses después, fue asesinado de diecisiete punzadas, durante una reyerta interna.

Silvia no pudo soportar la delación de sus hermanas. Esta vez no se trataba de cualquier burla o inútil discusión, y juró venganza. A partir de la captura de Rubén prácticamente dejó de poner los pies en la calle, no por vergüenza ni muchos menos, sino porque la ira no se lo permitía. Se la pasaba maldiciendo día y noche, y cuando llegó la noticia de su muerte, su más vehemente deseo era enloquecer, y tener la suficiente fortaleza, para tomar entre sus manos el cuchillo de carnicero más grande y afilado que existiera, y convertir a aquel par de miserables infames en picadillo. Pero, la grandeza de su odio la mantenía más lúcida que nunca, y su inteligencia, aunque desperdiciada por la ira y el rencor, la hacía comprender que debía tener paciencia y esperar.

Por increíble que parezca, y aunque las hermanas Torres no tenían más que para su simple manutención, todavía en el pueblo había gente que creía que las tres mujeres solteronas, aún tenían dinero y joyas escondidas. Un incauto entró un día a robar el supuesto tesoro y Diva, que extrañamente esa noche se hallaba totalmente sobria, al sentirlo se quedó quieta, como un palo, bajo el refugio que le proporcionaban las sábanas de su cama, mientras el caco descaradamente revolvía todo buscando lo que no iba a encontrar. Al convencerse de que no había ningún botín, se le acercó y por hacerle una broma le susurró al oído: - mírenla, se está haciendo la dormida -. Falleció de la impresión, en el acto.

Silvia ni se tomó el trabajo de ir a su entierro, y se puso más furiosa que nunca, porque Diva, con su imprevista muerte, había evitado su implacable venganza.

Pasó algún tiempo, hasta la noche en que Silvia Torres vio desde su ventana las llamas que rompían la oscuridad y se alzaban desaforadas quemando velozmente una parte de la casa. Comprendió que había llegado el momento que tanto había esperado. Aquel era un fuego que ella no había provocado, pero que tampoco pensaba sofocar. Increíblemente, a esas horas, ninguna otra persona se había percatado del incendio, todo estaba muy tranquilo, tan sólo se escuchaba el silencio de la madrugada. Permaneció callada e impasible, sosteniendo entre sus manos una estampa de la Virgen del Carmen, y se deleitaba viendo, como se consumía el ala en que vivía su hermana Tulia, que dormía plácidamente, sin darse cuenta que las llamas la devoraban.

Por su mente pasaron sus cincuenta y seis años de vida. Su piel, agrietada por los estragos del odio y el orgullo, la hacía parecer más vieja de lo que en realidad era. El rencor que había alimentado con tesón, la hacía sentir extremadamente segura. Y veía la imagen de su amado hijo Rubén que le extendía sus brazos. - No estoy loca, claro que no, nunca les perdonaré que lo hayan denunciado, por su culpa él murió en la cárcel; mi pobre bebé, mi gordo hermoso, pronto nos encontraremos – pensaba, y miraba con una pasividad pasmosa el fuego que se le acercaba. Cuando las llamas la abrazaron no sintió ningún dolor, se entregó a la muerte con rabia y sin temor, y sólo, en el último instante, buscó en la candela el consuelo de una paz interior que ya no habría de llegar.

Al amanecer, cayó un copioso pero triste aguacero que apagó las últimas brazas que quedaban. Numerosos voluntarios buscaron, con extremo cuidado, los cadáveres de Tulia y Silvia, pero el fuego había hecho una excelente labor y no quedó de ellas ningún rastro.

El terreno, en el que estuvo edificada la casa, no obstante todas las subdivisiones que había sufrido a través de aquellos terribles años, todavía conservaba el tamaño de una manzana; y, como no se veía ningún heredero a la vista, fue invadido, en una mañana, por cientos de vendedores ambulantes, que despejaron los escombros que quedaban, e instalaron allí negocios de agáchate y cógelo, y tenderetes y fritangas de todas las especies.

Hasta el día de hoy, cuando son muy pocos los que se acuerdan de cómo eran en realidad ellas, las madres de la población de El Carmelo, si encuentran a sus hijos peleando, cuando les reprenden, cuidadosamente les dicen: - No peleen tanto, si no paran, van a terminar como las hermanas Torres -.

viernes, 12 de enero de 2007

El orgullo de ser un cazador submarino

Mi primo y amigo Augusto Martínez, me envía una historia que quisiera compartir con ustedes.


El orgullo de ser un cazador submarino

Por: Augusto Martínez Gómez

Un día cualquiera, durante la calma que precede a las brisas del Veranillo de San Juan, decidí probar un motorcito viejo que mi amigo Freddy Charris había reparado. Lo colocamos en mi lancha de casco duro e hicimos un pequeño recorrido. Para poder aprovechar aquellos momentos, y por si llegase a ser necesario, embarcamos algunos arpones y un par de mascarillas.

Durante el recorrido de prueba, mientras matábamos el tiempo observando el mar, Freddy me contó una historia a cerca de un naufragio ocurrido a mediados de la década del 40 del siglo pasado, casi al final de la segunda guerra mundial, a unos cinco kilómetros al oeste del muelle de Cisneros, en la ensenada de Puerto Colombia.

Se trataba de un navío mercante alemán, de ciento veinte metros de eslora. Me contó que la tripulación tomó la decisión de no regresar a su patria, y llevaron a tierra muchos de los valiosos utensilios del barco, incendiaron la proa y abrieron todas las válvulas. La nave, lentamente se hundió, para quedar a unos pocos metros de profundidad.

Tuto –me dijo-, a los restos de ese naufragio, los nativos de Puerto Colombia, los llamamos “El Alemán”, y muchos porteños de ojos claros, descendientes de esos alemanes, son testimonio viviente de la historia de aquella tripulación.

A puro pulmón, revisamos unos bajos cercanos en los que no vimos peces. Y, al convencernos de que el motor funcionaba perfectamente, fuimos a que yo conociera a “El Alemán”.

Al llegar ante los restos y echar el ancla, descubrimos que la visibilidad era buena y la corriente tranquila. A primera vista no se veían peces, por lo que empezamos a mirar por entre los laberintos del barco. Al filo del medio día, Freddy me hizo señas. Había encontrado un enorme mero, al que los porteños habían bautizado “Don Felo”, y sobre el que se tejían innumerables historias.

El pez, según los que habían intentado atraparlo, era astuto y escurridizo. Decían que había arrancado de las manos muchos anzuelos, varillas y arpones, a quienes intentaban atraparlo

Regresamos al bote emocionados y organizamos el equipo para la aventura. Sabia decisión, porque corríamos el riesgo de perder parte de éste, ante la magnitud de la empresa que pensábamos iniciar. Disponíamos de algunos arpones de variados tamaños y diversas características, que decidimos utilizar para la operación. Por si era necesario, pusimos en la boya la mayor cantidad arpones y vaillas que nos fue posible. Estábamos listos para atrapar al grandioso pez.

Al sumergirnos, vimos a Don Felo en la proa. Varios agujeros dejaban pasar la luz, y desde allí, en medio de la penumbra, se veía su figura fantasmagórica. Calculé que tendría una envergadura de dos metros y medio. Se veía imponente, con su espina dorsal erizada, confiado y seguro de su poderío. Era el depredador número uno de aquel naufragio. Bajé unas tres veces, hasta que al fin lo tuve de frente, y le solté mi mejor varilla con la esperanza de dejarlo listo al primer impacto. Estaba a seis metros y se movió muy rápido, la esquivó parcialmente, pero le dio arriba de la agalla y salió a toda velocidad por una de las ventanas del costado de proa. El cordel de 2mm de diámetro que llevaba la varilla, lo reventó como si fuera un hilo de coser, y se perdió en la bruma submarina.

Quedamos desconcertados, fui a la boya, cambié de arpón y regresé lentamente. Pensé en dos posibilidades: o se marchó al desierto submarino, o se ha quedado en uno de sus escondrijos del barco.

Un rato después, Freddy lo encontró en la popa y le hizo un disparó para intentar sacarlo de los compartimientos del barco. El pez salió veloz por todo el costado y se dirigió a la proa, en donde yo lo estaba esperando. Desgraciadamente, no vi en que lugar se había ocultado.

En una de las inmersiones, entré por el sitio en que lo había visto inicialmente, y luego salí por la ventana que había usado para escaparse. Sobre la arena a unos cuantos metros del casco se veía lo que parecían dos grandes troncos idénticos: uno era real, y el otro era “Don Felo”, que se había mimetizado extraordinariamente. No había diferencia entre ambos. Me di cuenta de su estratagema, cuando al subir a aspirar nuevamente aire, vi el débil brillo que producía una de las varillas que tenía incrustadas.

Arriba estaba Freddy para hacerme un relevo, bajó rápidamente, pero el pez al verse descubierto se le fue encima, de manera que su disparo no fue eficaz. En un arranque de coraje, mi compañero de aventura, se agarró de una de las varillas que el mero tenía clavadas, y fue arrastrado por el pez, hasta que la falta de aire lo obligó a soltarlo.

Cuando volví a bajar, vi que el cordel se había deshilachado, y parecía una larga y delgada bandera blanca, que ondeaba suavemente, delatando el escondite del astuto pez. Esta vez no se escondió en la popa. Se quedó a medio camino, entre unos mamparos angostos, donde casi no cabía. Aproveché la oportunidad que se me brindaba y le di un disparo un certero. Por fin había dado en la diana.

Subí nuevamente por aire y Freddy bajó por él. Lo encontró agonizando dentro de su escondite; recogió todos los cabos de los cordeles que había roto e hizo un gran nudo, y con una cautela extrema, lo sacó de su refugio. Para mí, que esperaba en el bote, el resto fue sencillo. Era como subir poco a poco el ancla. Aseguramos el nudo y Don Felo quedó, a media agua, moviendo sus aletas, con las varillas que le habíamos clavado mientras lo capturábamos. Verlo allí era un espectáculo alucinante. A pesar de la emoción, temíamos que, aquella leyenda agonizante, pudiera ser capaz de escapar. Encendimos el motor y regresamos lentamente a la orilla.

Pasados unos minutos comprendimos que se había rendido, que no iba a intentar nada y decidimos subirlo al bote. Nos detuvimos y suavemente lo acercamos a la borda, abrió la boca, lo amarramos y poco a poco lo subimos, hasta que al fin fue verdaderamente nuestro. Dentro de la lancha, dio unos cuantos coletazos peligrosos, que nos hicieron temer lo peor, pero en realidad se trataba de su despedida. En ese momento pensé, que aquel enorme pez, ya había cumplido su ciclo, y que había dejado una gran descendencia, que lo reemplazaría con mucha prestancia en el futuro.

Llegamos a la orilla cuando ya había comenzado a anochecer. Por fortuna, un fotógrafo playero todavía estaba por los alrededores del muelle y nos tomó las fotos de rigor. Al pez, le calculamos unos 150 kilos de peso y unos dos metros de largo. Habíamos tardado siete horas en pescarlo, y todavía no terminábamos. No habíamos previsto que el descomunal mero no cabría en ninguno de los congeladores de Puerto Colombia. Después de la agotadora jornada, nos tocó emplear varias horas más en filetearlo. Sólo así conseguimos salvaguardar su preciada carne.

Días después, conversando con Freddy, he sabido de la fama que había aquilatado Don Felo, en Puerto Colombia. Al parecer, su popularidad se debía, no sólo, a la astucia y habilidad para esconderse entre las grandes bodegas del naufragio, sino también a su fortaleza debida a su gran envergadura.

Debo confesar que la suerte estuvo ese arduo día con nosotros, porque muchas de las bodegas y los otros escondites que comúnmente usaba, habían desaparecido recientemente. El mar los había llenado de arena, y por esa razón el pez no tuvo tantos escondrijos por los que escapar.

A partir de entonces, mi entrañable amigo Freddy, con sus pulmones de acero, se ganó el respeto de todos los porteños, y hoy es considerado el mejor “pescasub” de esos lares.

Mientras me comía un buen filete de aquel mero, agradecí a Dios por haberme dado la posibilidad de conseguir lo que muchísimos habían intentado y que, sólo Freddy Charris y yo logramos. Respecto a Don Felo, gran pez, además de suministrarnos su apetecible carne, le agradezco que nos hubiera proporcionado tan tremenda aventura y, especialmente, que me ayudara a acrecentar el orgullo de ser un cazador submarino.



domingo, 7 de enero de 2007

¡Que viva el carnaval!

La noticia le llegó a José Barrios como una bomba. La leyó una y otra vez y no lo podía creer, pensaba que era una broma. Pero no, por fin le habían reconocido su valía. Iba a ser el rey de los carnavales.

José, a quien todos conocían como “Pindanga”, era un gordo descomunal, famoso por ser propietario de la mejor fritanga de la ciudad. Además, era buen parrandero, y no faltaba a cuanta fiesta se celebrara. Todos los viernes y sábados era invitado a alguna y desde que llegaba, gritaba:- ¡Que es lo que pasa aquí, ni que hubiera un muerto, la vida es una sola, así que todo el mundo a bailar!-, tomaba de la mano a la mujer que se le antojara y avivaba la fiesta.

En medio de una de las tantas parrandas a las que siempre iba, y con el fondo musical de “Montijo y su Combo”, el alcalde, Eparquio Falquez, le dijo al oído:- prepárate porque vas a ser rey-. Con la algarabía, que él ayudaba a incrementar, no se enteró de aquellas palabras.

Así, cuando el 1º de diciembre, encontró debajo de su puerta, un sobre sellado y lacrado, que tenía estampado el sello de la alcaldía. Lo tomó intrigado, lo abrió cuidadosamente, y leyó una misiva en la que se le informaba que, mediante decreto municipal, había sido nombrado rey Momo de las próximas fiestas de carnaval. La noticia lo cogió por sorpresa, las piernas le temblaron un poco, comenzó a sudar y gritó:- Bertilda, Bertilda, ven inmediatamente, lee esto-.

El, José Barrios –Pindanga- no lo podía creer. Pero era verdad, iba presidir el desfile de la “Batalla de Flores”, en una gran carroza. Acompañaría a la hermosa reina Carolina Roncallo, y tenía que disfrazarse mejor que nunca, mejor que los años anteriores. Dada la importancia de su nombramiento, la ansiedad y los nervios lo embargaban y, por primera vez, no se le ocurría de qué se podría disfrazar.

Sus amigos de parranda de “El Salón Burrero” decidieron aconsejarle. Le propusieron que se disfrazara de Hombre Caimán o Marimonda, o de Congo Grande o de Torito, sin embargo, el no estaba muy convencido. Yo quiero algo diferente – les decía -.

Bertilda, su mujer le dijo entre chanzas: - Oye, si a ti tus amigos, además de decirte “Pindanga”, cuando te ponen pereque, te dicen que con lo gordo que estás pareces un Buda chino, dime, ¿no te parece que te podrías disfrazar de eso mismo? -.

Esa si que es una buena idea – respondió José -.

Vamos entonces a tomarte las medidas que, como siempre, yo te hago el disfraz –agregó su mujer-.

Durante el par de meses que faltaban para la “Batalla de Flores”, Pindanga cumplió a cabalidad con todos sus compromisos. Acompañado por una cumbiamba y de la reina del respectivo barrio, asistió y avivó todas las fiestas y verbenas que se celebraron cada viernes, durante los precarnavales. Se pasaba la noche entre Rebolo, Simón Bolívar y Siete Bocas. A donde llegaba, siempre encontraba a su disposición una canillona de ron, una jarra de guarapo y un grandioso plato de chicharrón con bollo de yuca.

No veía la hora que llegaran los verdaderos carnavales. Era consciente de que el sábado de carnaval tendría derecho a lo que quisiera. La ciudad estaría ese día a sus pies.

Cuando finalmente llegó el sábado de carnaval, desde bien temprano se puso el disfraz de Buda chino que le hizo su mujer. Le quedaba extraordinario. Y todos concluyeron que, cuando estuviera en el desfile, la gente quedaría encantada y que sería el mejor rey momo que se hubiera dado jamás.

Pindanga, para darle más originalidad a su disfraz se le ocurrió pintarse la piel de amarillo. Cogió una lata de antioxidante amarillo, que encontró en el cuarto de los cachivaches, y pidió a sus amigos que le echaran una mano de pintura. El propio alcalde Falquez, que se había dado una rodadita por su casa, estuvo entre los que le dieron un brochazo.

A las tres de la tarde comenzó la “Batalla de Flores”, que transcurrió como se esperaba. La gente en la calle se divertía como nunca, desde su carroza la reina Carolina, que estaba hermosísima, lanzaba sonrisas y flores. Pindanga, desde la suya, brincaba de alegría en su trono, saludaba y gritaba a todo el mundo. Disfrutando hasta la saciedad de su reinado, y bebiéndose la media caja de ron blanco que habían dispuesto para él solito.

Por la noche la fiesta continuó. Visitó cientos de casetas y verbenas que sonaban a todo timbal, hasta que empezó a hacer unos gestos extraños, y dijo -Dios mío me muero-. Los que estaban a su lado, como cada uno estaba más borracho que el otro, pensaban que se estaba haciendo el gracioso y que el gordo, lo que quería que era lo cargaran. No hubo nadie que se percatara de que se estaba asfixiando. La pintura era la causante de su desgracia. Así que, cuando se quedó quieto, lo dejaron tranquilo en un taburete en el amaneció más tieso que un palo.

Su cadáver fue velado durante casi tres días en pleno Paseo Bolívar. El martes, cuando intentaron llevar el cadáver al cementerio, como todos querían despedirse de el, tuvieron que pasarlo de hombro en hombro. Las lloronas y plañideras a lágrima viva gritaban: “ay José, se murió José”, y el resto del pueblo repetía una y otra vez el mismo estribillo. La consternación y el dolor eran generalizados, hasta que por encima del barullo se escuchó un grito:-¡Se murió Pindanga, que luto ni que carajo que viva el carnaval!-.

La música que hasta ese momento sonaba suave, subió al instante ciento de decibeles. La gente empezó a echarse maizena y agua, y comenzó a bailar. El cajón quedó tirado en medio de la calle, mientras el pueblo se divertía y despedía el último día de carnaval bailando alrededor del féretro.

El cura Pérez, que acompañaba el cortejo, obligó bajo pena de excomunión a unos cuantos, para que subieran el ataúd en la carroza fúnebre. Así pudo al fin llegar el muerto a su tumba. En su lápida, perdida hoy, escribieron simplemente: ¡Que viva el carnaval!