domingo, 25 de febrero de 2007

Navidades en Sahagún

Para la gente de la costa caribe colombiana, la navidad es la mejor época del año. Cuando llega, el tiempo y el ambiente cambian, el cielo se despeja y las temperaturas se tornan agradables para darle paso a las grandes fiestas. En donde más se nota ese cambio es en los pueblos de nuestro caribe colombiano, porque es en esta época cuando los que se han ido a estudiar o a trabajar, a la capital del país o a las grandes ciudades, regresan, y con ellos prácticamente se duplica la población de cada pueblo trayendo, en sus maletas o cajas de cartón, la alegría a aquellos que permanecen esperándolos todo el año.

Yo nací en Barranquilla, una ciudad que vive todo el año en función del carnaval, la fiesta más grande y espectacular de toda Colombia, pero doy gracias a Dios por la oportunidad que me dio de poder disfrutar, cuando era aun joven y soltero, varias navidades en Sahagún, bello y pujante municipio del departamento de Córdoba.

A Sahagún llegué por primera vez un 20 diciembre de hace tantos años, que ahora parecen milenios, Me invitó mi amigo Jorge Arrieta, a quien tuve la fortuna de conocer cuando durante una temporada estuve estudiando y trabajando en Bogotá.

Debo reconocer que fue Jorge el que me obligó a ser su amigo, era el día 23 de diciembre, durante la fiesta de navidad que se celebraba en la Superintendencia de Sociedades, entidad pública para la que ambos trabajamos. Jorge me abrió los ojos respecto a los aviones que me lanzaba una compañera de trabajo y, según él, yo como buen cacorro ni siquiera los veía pasar. Recuerdo que me dijo: - compa, todo el mundo se ha dado cuenta que esa vieja está de tras de ti: -primero me dices que no fumas, después te brindo un trago y dices que tampoco tomas, ¿entonces tu nada de ñongo ñongo? ¿Eche, acaso eres polillón?, ¡nojoda!-. ¡Alto ahí! -le respondí-, porque yo soy el “chacho” y de polilla nada, fumo cuando me da la gana y mi primer trago me lo tomé cuando tenía quince años, así que a mi no me vienes tu con esas vainas, porque te vas a ganar tu botinera. En vez de arrugarse, en tono medio burlón me contestó: -conque el “chacho de la película”, el teso y todo, eso es será en tu tierra porque aquí tienes que demostrarlo-. La verdad es que me desarmó, así que le comenté: –lo que pasa es que hoy no quiero tomar, porque esta fiesta me parece una mierda, estos cachacos no saben bailar y la música que ponen no se parece en nada a la de mi tierra. Y, respecto a esa cachaca, yo si me he pillado el vuelo que lleva, pero tú no me vas a negar que es un babillón, así que yo paso, si a ti te parece un bollo te la cedo, es toda tuya, que yo ya le tengo el ojo puesto a otra, ¡echa esa botella para acá, ahora vamos ver quien aguanta más!-. En realidad, no quería reconocer que la cachaca me gustaba, pero como buen tonto con prejuicios, en mi mente resonaba una canción con la que me vacilaban en mi casa desde pequeño: “ahí va chacho con su coche y lleva una cachaca…”. Bebimos hasta que nos zumbó el cacho, y hablamos de nuestra gente y nuestras costumbres. Desde entonces, y durante el tiempo que viví en Bogotá, nos volvimos amigos inseparables, dando lugar a una amistad que ha perdurado por más de 20 años.

Sacamos de esa aburrida fiesta a dos cachacas para irnos a una discoteca. Yo tenía un filo que me comía lo primero que tuviera por delante, así que en el camino propuse que paráramos a comer algo, pero el vergajo exclamó: -¡Un hombre responsable no se tira la plata del ron en comida, además, deja la cacorrada porque si nos detenemos lo único que lograras será distraer a las pelas. Vamos a lo que vamos y después que venga lo que sea!-. Cuando despuntaban los primeros rayos de sol del día siguiente y después de despedirnos de las cachacas, paramos en el “Desayunadero de la 42”, allí le pedí al mesero que me dijera lo mejor que tenían para desayunar, y el cachaquito me contestó: -caldo de cabezas de gallina, sopa levanta muerto y changua-, y mi amigo dijo: -nada de eso, para desayunar no hay nada mejor que un par de frías, así que tráenos dos cervezas “águila” y que estén bien frías-. Mientras nos sacábamos el guayabo Jorge me dijo: -te invito el año entrante para que conozcas a mi familia, te pases navidades en Sahagún y sepas lo que son unas fiestas de verdad-. Lo que parecía en un principio, las palabras que saltan al saco roto del olvido, entre dos que estaban bien borrachos, se volvió realidad un año después.

El 20 de diciembre, bien temprano, me encaramé en un bus de Brasilia y recorrí los cuatrocientos kilómetros más eternos de mi vida. El chofer del bus paró en todos los pueblos que había en el camino. Cuando íbamos por El Carmen de Bolívar, tierra de mis ancestros paternos, estuve a punto de bajarme y devolverme para Barranquilla, pero ya estaba en mitad de camino, así que daba la misma cosa seguir que devolverme. Por la tarde, tres horas más tarde de lo que había calculado, llegué por fin a Sahagún.

En la estación me esperaba Jorge en compañía de dos de sus hermanos, Germán y Rafael, y sus amigos Carlitos Ortega y Freddy Meléndez. Nos fuimos directo para su casa, en donde nos aguardaban más de treinta personas, todos ellos pertenecientes a la familia Arrieta, a quienes me tocó saludar y abrazar uno por uno. Me sentía muy incomodo, porque yo nunca había sido expresivo, pero no tuve más remedio que abrir esa puerta del alma que siempre tenía bien amarrada entre las tinieblas de mis entrañas.

Más incomodo me sentí aun cuando me enteré que aquel enorme grupo dormía en la misma casa, vivienda que por cierto tenía cuatro dormitorios, además de la sala y el comedor, y yo no veía cama pa’ tanta gente. Jorge, se la pilló y me dijo, de la dormida no te preocupes, que aquí lo que hay es un bulto de catres y hamacas, y tú ya tienes guindada tu hamaca, así que estate tranquilo.

La casa, era una vivienda antigua, de principios del siglo XX, estaba ubicada en una esquina de la cuadra, y tenía puertas en cada una de los cuartos que daban a la calle, y todas permanecían abiertas de par en par desde muy temprano, hasta bien entrada la noche. La puerta principal, quedaba ubicada en todo el ángulo de la esquina y nunca la cerraban con llave. Era la única manera de que, cuando alguien llegara, no tuviera nadie que levantarse para abrirle. Las paredes eran altas, quizá por encima de los tres metros y el techo estaba cubierto por unas tejas de cinc oxidadas. La temperatura interior era fresca y agradable. Estar allí era como volver a los días de mi niñez, cuando visitábamos la casa de mi bisabuela Carmela Del Castillo, en Sabanalarga. En el patio había un baño que no tenía techo y un hermoso y gigantesco quiosco de palma amarga y, debajo de este, entre horcón y horcón tenían instaladas varias hamacas, en donde generalmente dormíamos o reposábamos un rato. Por primera vez en mi vida dormí al aire libre y supe lo que era disfrutar verdaderamente de una hamaca.

Una vez instalado, salí a la puerta para observar los alrededores y desde la esquina de enfrente unas “pelas” gritaron: -¿Jorge, que pasa que no lo presentas?-. Yo por picármelas del “chacho” les contesté: -yo no necesito que nadie me presente, ya mismo voy y nos conocemos-. Al bajar el escalón del sardinel, no medí bien la distancia, y caí como papaya madura, espaturrao en medio de la calle, no hubo una sola persona que no se riera de mí, y mientras tanto yo: -trágame tierra-.

Desde ese primer día y durante los siguientes, siempre nos íbamos de parranda, que además empezaban desde muy temprano y terminaban porque había que dormir aunque fuera unas pocas horas para seguir con la siguiente. Casi a diario nos sacábamos el guayabo en un Bar al que le decían “ron mecío”, porque en vez de sillas o taburetes, tenía mecedoras y siempre las cervezas estaban bien frías. Se podrán imaginar la amañada que se le pega a uno cuando está bebiendo en una mecedora, y la mareada tan tesa que da cuando te levantas así sea para echar una meada. El Bar quebró porque los dueños eran los primeros que se emborrachaban y, finalmente, regalaban todas las rondas.

Cuando no estábamos emparrandados, nos íbamos para la plaza del pueblo. El corto trayecto que había entre la casa de Jorge y la plaza, lo hacíamos en dos o tres horas, porque parábamos a saludar y tomar algo, en prácticamente cada una de las viviendas que había en el camino, de manera que, cuando por fin llegábamos a la plaza, ya teníamos entre pecho y espalda más de media canillona de ron encima y estábamos por regresar.

El 24 de diciembre, como a eso de las seis de la tarde, cerraron la calle entre la esquina de la casa de Jorge y la esquina de la casa de Carlitos Ortega, y en los frentes de todas las casas de la cuadra pusieron mesas, butacas y taburetes, y comenzó a llegar cada vez más gente. Se parecía en algo a las verbenas populares de mi tierra, con la única diferencia de que en Sahagún la entrada era gratuita, el único requisito era disfrutar sin armar problemas. Entonces mi amigo me dijo: - Hoy vas a saber lo que es un 24 de verdad, come bien y prepárate para disfrutar del fandango-. A eso de las ocho de la noche llegó una banda con una cantidad de integrantes e instrumentos, que parecían como 5 bandas papayeras juntas, y la gente se alborotó y comenzó a bailar al son de canciones, muchas de las cuales conocía pero, que nunca me habían sonado tan bien como ese día. Y cuando la banda descansaba, Germán Arrieta, a puro pulmón entonaba, con un grupo de amigos que tenían un conjuntico vallenato, las canciones de Alejo Duran y de los “Hermanos Zuleta”. Lo hacía tan bien, que pienso que en vez de hacerse odontólogo, ha debido meterse a cantante profesional. Como sea, el fandango duró hasta el amanecer. Al final, nos quedamos unos pocos, que amanecimos echando cuentos y corrigiendo el mundo.

El día 25, a las once de la mañana, nos fuimos para la finca de la familia de Carlitos Ortega, en donde nos estaba esperando una olla de sancocho, más mamayua, que las calderetas en las que cocinan el arroz de un batallón del ejercito, y de picadas comimos carnero asado, y bailamos y bebimos y comimos, como si el fandango de la noche anterior ni siquiera hubiera celebrado. Jorge, para entonces, tenía la novia de la temporada, una pelada a la que apodamos la kirica, porque era chiquitica y culona como las gallinas de patio llamadas kiricas. La noche anterior yo había martillado con su vecina, pero cuando se me pasó la pea, no quise saber más nada de ella, de ahí que me dijeran que después de matar al tigre, le salí huyendo al cuero. Lo cierto es que, esa misma noche, le había echado el ojo a una novia de Germán, de apellido Bula, y todo el tiempo estaba pendiente de ella y, desde entonces, hasta cuando regresé a Barranquilla, estuve con las ganas de tropezarme con ella a solas, cosa que jamás sucedió, porque en medio de tanta gente es difícil hacerle el cajón a otro. Pero, yo era así y seguí siéndolo hasta la tarde de precarnaval en que conocí la hermosa mujer que se convirtió en mi esposa: “siempre me parecía más verde y bonito el pasto de la finca vecina”.

Y así pasaron los días, de fiesta en fiesta y de parranda en parranda, hasta que el 31 otra vez cerraron la calle y armaron otro fandango y, a las doce en punto, cuando comenzó el nuevo año, la algarabía de besos y abrazos era general, todo el mundo de manera efusiva se saludaba y abrazaba, hasta yo, que era más acartonado que cachaco recién desempacado, me uní a la feria de besos y abrazos, dándole el feliz año a conocidos y extraños, era como uno más de los nativos de Sahagún. Al amanecer, imitando a Germán, canté por primera vez “El Compae Chemo”, y la parranda siguió hasta lo que nos dio la voz, y nos aguantaron las ganas de comer.

En los primero días de enero fuimos a las Corralejas de Sampués. Se trataba de una construcción fabricada a mano, en la que se usaban muchos palos y maderas que habían sido utilizados en innumerables fiestas de toros, con millones de huecos hechos por los clavos, que testimoniaban su multiuso, y un ruedo de más de doscientos metros de diámetro, en el que exponían su vida por unas minucias los "toreros", que utilizaban, para demostrar sus virtudes, pedazos de sábanas, paraguas, cartones o cualquier trapo que les sirviera para mantear, y por primera vez en mi vida vi, con desagrado, como un toro embestía y hería a un ser humano, mientras la gradería gritaba delirante, al son de una Banda, por el espectáculo que daban aquellos pobre infelices. Lo visto aquella tarde me sirvió de auto excusa para regresar a Barranquilla, pero prometí al marcharme que con seguridad regresaría.

En las siguientes navidades regresé a Sahagún. Esta vez me presenté el mismo 24 de diciembre, y ya no me preocupé por donde iba a dormir, ni tampoco en como saludar a todos los miembros de la familia Arrieta. Cuando llegué, era como uno más de ellos, al que estaban esperando con la alegría del reencuentro de las navidades. Y volví a disfrutar del fandango y cada una de las parrandas, como lo había hecho el año anterior.

El 28 de diciembre, recuerdo que nos invitaron, a Sincelejo, a una parranda en casa de Vicente uno de los cuñados de Jorge. La juerga comenzó como a las seis de la tarde y desde el principio nos tenían amenazados con un sancocho. Pero las horas transcurrían y del sancocho nada. Eso si, botella de ron que se acababa, era repuesta inmediatamente por otra.

Cuando eran las diez de la noche ya yo tenía más filo que cuchillo de carnicero, pero el sancocho nada que aparecía. Me levanté disimuladamente y di una vuelta por los alrededores, hasta que encontré una tiendecita en la que armé mi propio sancocho de tienda: pedí y me comí con voracidad un pedazo de queso, dos panes y un par de yogures. Regresé a la parranda y seguí tomando. El hambre me volvió a atacar, y el sancocho nada que salía. Para esos momentos yo estaba que tiraba la toalla. Volví a la tiendecita y ya la habían cerrado. No me quedó más remedio que ponerle freno a la bebida.

El maestro aguja tocó la “parranda es pa’ amanecé al que se duerma lo trasquilamos…”, y alguien que se dio cuenta de que todos los que estábamos allí teníamos bigote, dijo: -hoy amanecemos y al que se duerma le volamos el bigote-. Enseguida, empezaron a hacer predicciones acerca de quien iba a ser el primero en caer e iba a perder su adorado bigote. Decidieron entonces posponer la servida del famoso sancocho, cosa que me pareció fatal, a fin de quitar un bigote rápidamente.

Como nunca había usado el bigote y por primera vez me lo estaba dejando crecer, pensé: -yo me voy a dormir porque no aguanto más y si me lo cortan me tiene sin cuidado-. Me metí en un cuarto y me dormí inmediatamente. Como a las cinco y media de la mañana me despertaron para darme por fin una totuma llena de sancocho y me llevaron un espejo para que me viera, mientras se reían de mí. Pero no pudieron disfrutarlo porque se dieron cuenta que a mi me importaba un carajo aquel cuasi bigote, que parecía más bien una paredilla llena de goleros. Salí a la puerta de la calle y vi como habían puesto, una junto a otra, todas las botellas bebidas. Era tal la cantidad botellas de ron, que éstas ocuparon todo el frente de la casa de Vicente.

Regresamos a Sahagún y allí nos esperaba un buen desayuno, que me supo a gloria y el almuerzo mucho mejor. La tarde la pasé durmiendo. Cuando estaba anocheciendo me despertó Jorge para comenzar la tanda de ese día, pero le dije que no pensaba tomar esa noche y que me pensaba quedar acostado el resto de la jornada. Me la montó de terror y me sacó de la hamaca. Esa noche había una fiesta en casa de las Ordosgoitia, pero primero íbamos a calentar motores en donde Carlitos Ortega.

En casa de Carlitos, conocí a sus hermanos recién venidos de Méjico, y nos sentamos a darle viaje a un garrafón de aguardiente y un par de bandejas de chicharrón. Al principio éramos seis, pero Carlitos se fue para Chinú, el pueblo en donde vivía su novia y actual esposa, Nohra Fadul, los otros dos se marcharon sin dar ninguna explicación especial. Nos quedamos, bebiéndonos el garrafón, su hermano Tarquino, que acababa de graduarse de medicina en Méjico, Jorge y yo. A eso de las diez de la noche oímos la bulla de la música de la fiesta en la que nos estaban esperando y propuse que nos fuéramos para allá, pero Jorge insistió en que nos termináramos primero la garrafa.

Como a la hora Jorge empezó a cabecear y la maldad se me vino a la cabeza, me dije a mi mismo que como se durmiera le iba a quitar el bigote. Nos pusieron otro plato de chicharrones con bollo de yuca, y Tarquino y yo estábamos pasmaos, porque bebíamos y el trago no nos hacía efecto, pero Jorge finalmente se quedó profundo. Entonces llamé a Toñito, el menor de los Ortega y le pedí una cuchilla de afeitar y un jabón. El niñito se presentó con la “prestobarba” más vieja y destartalada que pudo encontrar y un jabón de bola azul, de los que se usan para lavar la ropa, que con el agua gorda del pozo no daba ni mierda de espuma. Entre todos, comenzamos la ardua tarea de afeitar a Jorge. Tenía el bigote tan poblado y la cuchilla estaba en tan mal estado que solo alcanzamos a quitarle una punta del mismo, así que no insistimos más y le dejamos sin una cuarta parte del bigote.

Viendo que se hacía tarde desperté a Jorge y le dije que nos fuéramos para su casa, pero se despertó para pedir otro trago y finalizar hasta la última gota del garrafón de aguardiente. Después nos fuimos para la fiesta, pero allí duramos poco, porque ya éste no aguantaba más. Lo llevé a su casa y se acostó. Yo me fui a un catre y me empezó un ataque de risa. Cada vez me reía más duro, hasta que me preguntó Germán que de que me estaba riendo. Al comentarle lo del bigote me dijo: -prepárate porque, cuando ese man se despierte mañana, vas a ver lo que es bueno-. Al escuchar aquella advertencia, se acabo me acabó la risa, me quedé callado y al rato me dormí profundamente.

A la mañana siguiente, me despertaron unos gritos histéricos. Era Jorge que se acababa de ver en el espejo y veía como le había amanecido su bigote de más de cinco años. Me levanté y fui a desayunar y a afrontar las consecuencias de mi conducta. Lo encontré en la mesa y lo saludé, pero no me contestó. Sólo me miraba con ira. No pronunció una sola palabra mientras desayunábamos. Intuí que tenía que ser yo el que debía decir algo y le dije: -ayer te reías de mí y de mi bigote, ¿por qué no te ríes ahora?-. Jorge me contestó: porque anoche no habíamos apostado nada ¡no me joda!, y se quedó callado de nuevo. El resto de la mañana, se la pasó evitándome y yo, ni corto, ni perezoso, le dije: -si no me vas a hablar, entonces me voy para mi casa-. ¡Vete me contestó! No hay problema -le respondí-, busqué mis cosas y me despedí de su familia. Cuando ya estaba en la puerta su hermana Miriam me dijo: “chacho”, eres como el capitán araña, haces tu maldad y te vas. Como no tenía nada que decir al respecto, además de que ya me sentía lo suficientemente avergonzado con ellos, proseguí mi camino y regresé a Barranquilla. Tres meses más tarde, me llamó Jorge y me dijo que me perdonaba, pero que, como lo volviera a hacer, la próxima vez me mataba.

En las siguientes navidades Jorge no me invitó a su casa de Sahagún, pero Carlitos que para entonces vivía en Barranquilla, me dijo que me fuera para la suya, que era la única manera de arreglar el problema con Jorge. Aquello fue peor, porque Jorge se enojó conmigo porque estaba en otra casa y no en la de él. Y cuando le dije que Carlitos había tenido la decencia de invitarme, me respondió que yo era como de su familia, y que no necesitaba ninguna invitación. Y era verdad, porque no sólo me estaba esperando, sino que además me tenía una sorpresa, me había nombrado padrino de su primer hijo, bautizo que se celebró dos días después y que terminó con una parranda, como las de siempre, con mucho ron y comida. Ese día Jorge me dijo que en su casa siempre tendría una cama, que me trasladara para la suya, pero yo que también había hecho una gran amistad con Carlitos Ortega, no quise hacerle el desaire y permanecí en casa de Carlitos hasta que regresé a Barranquilla.

Hoy, cuando ya todos somos vikingos, casados y con hijos, recuerdo las navidades en Sahagún como algo especial, distinto a lo que siempre había estado acostumbrado a ver, pero que no se dará más. Y no se dará más, porque las épocas han cambiado. El fandango dejó de celebrarse después de que dos muchachos de esa calle murieron trágicamente en un accidente, al tiempo que Tulio Meléndez, hermano de Freddy, desapareció y apareció meses después en una fosa en medio del monte, ingresando las estadísticas de muertos y desaparecidos de nuestra querida Colombia. Y la misma familia Arrieta fue golpeada con la imprevista muerte de uno de sus integrantes.

De todas formas, Jorge, mi hermanazo del alma, es y seguirá por siempre siendo mi amigo, y su familia, siempre será como la mía. Además, hoy nos une el compadrazgo, ya que el también es padrino de mi primera hija.

Hace unos meses estuvo aquí en España, Germán Arrieta, y los pocos instantes que estuvo en Madrid, los pasó con mi familia, almorzó con nosotros e hizo una siesta de dos horas. Al verlo, abrazando y besando a todos, me hizo recordar las navidades que pasé en Sahagún. Mi hijo Jorge Eduardo, me preguntó en voz baja: -¿Papá, quién es ese señor?-, y yo le respondí, es uno de los miembros de mi familia de Sahagún.

sábado, 10 de febrero de 2007

Las monjitas de la caridad

Después de las lecciones de urbanidad que recibimos por parte de las negras vende bollos, nuestro vocabulario no fue el mismo. El mío, particularmente se deterioró. Puedo aseverar que, hasta el día en que le tiré el tote a la negra, nunca había escuchado una vulgaridad. Es más, inclusive después de ese hecho, decir “ajo” en mi casa significaba ser inmediatamente castigado. Igualmente, estoy seguro de que ninguno de los pelaos del barrio las utilizaba. Pero, la cosa poco a poco fue cambiando. Primero las decíamos entre chanza y chanza, y estas lentamente se arraigaron en nuestro lenguaje común.

Recuerdo que una tarde Pablo nos invitó a su casa, para escuchar una grabación que le había descubierto a su padre, se trataba de una canción: “La opera del mondongo”. Bastó con que la pusiera un par de veces, para que al rato ya me la supiera de memoria. Me senté en la puerta de su casa y comencé a cantarla: “El pato para volar las alas las encartucha, la mujer para cul...” y me pilló in fraganti Beatriz, su mamá. Me prendió por la manga de la camisa, me dijo que como era posible que de esa boca tan pequeña pudieran salir sapos y culebras y me llevó directo al lavamanos, en donde con jabón me hizo lavarme la boca. Era tanta mi vergüenza que duré un montón de días sin regresar a esa casa. Lo cierto es que las palabrotas fueron erradicadas temporalmente de mi uso diario. Sin embargo, a fuerza de escuchar a los demás, volví a utilizarlas.

La primera vez que escuché a mi padre decir una vulgaridad fue, una noche, durante un partido de fútbol celebrado en el estadio Romelio Martínez. El arbitro osó pitar un penalti en contra del Junior, y todo el estadio empezó a corear “hijueputa, hijueputa, hijueputa…”, yo estaba que me las pelaba por gritar, pero sabía el tigre que tenía al lado, hasta que de pronto mi viejo se unió al coro y a mi “no me tocó más remedio que unirme a aquel coro celestial”. Fue así como comprendí que, no sólo era yo el que las usaba, sino que todo el mundo lo hacía, hasta el punto de que llegó el momento de saludarse de cara de trola e hijueputa, se hizo tan común, que historias de duelos a muerte por mentadas de madres, parecen más bien leyendas. Vale recordar que, hasta mediados del siglo pasado, según he escuchado, la mamá se hacía respetar a si fuera a punta de balazos.

Hoy vivimos una vida más relajada y la vulgaridad campa a sus anchas, y hacemos gracia de su uso. Cuando mi amigo Rafael De la Valle tuvo su primer hijo, sus amigos nos encargamos de enseñarle al pequeño la mayor cantidad de vulgaridades posibles. El niño, que no debía tener más de tres años, resultó un buen aprendiz. En una ocasión la muchacha del servicio lo estaba molestando, y el pelao se quejó de “Ludi”; Rafa para quitarse al pelao de encima le dijo:-dile que te deje tranquilo porque si no le vas a enterrar la verga-. El pelao que siempre fue avispado, se dirigió a la muchacha y le dijo: -Ludi, como te sigas metiendo conmigo, “te voy a romper el jopo”-. Hasta la misma muchacha se rió de ver a aquel pequeñín pronunciar aquellas palabras, y aunque parezca mentira, el chico, hoy es un muchacho además de inteligente, serio y súper bien educado.

Respecto a mí, gracias a Dios y a la mujer con la que me casé, mis hijos me han salido juiciosos y educados. Es innegable que, a través de los años de matrimonio, he recibido un programa de reeducación total, que ha servido para que las vulgaridades desaparezcan prácticamente de mi casa. Hago hasta lo imposible porque mis hijos no las repitan. Pero, ¿con que cara los puedo regañar, si cuando voy en el carro, en más de una ocasión me han pillado mentándole la madre a alguno?

Ahora que vivo en Europa, muy lejos de mi tierra, me he dado cuenta que en Barranquilla no éramos tan vulgares. Basta con sentarse y ver la televisión, para comprender que los barranquilleros más bien parecemos unas monjitas de la caridad, y que el cura Hoyos, de quien algunos, por rivalidad política, decían sentirse horrorizados por su manera de expresarse, es la madre superior de la congregación. Digo esto, porque en España el lenguaje utilizado si que en verdad deja mucho que desear, y palabras como: culo, picha, trola -que realmente significa mentira-, o mentadas de madre. son de uso común, no sólo en la calle, sino en cualquier serie, concurso o noticiero de televisión. Como cuando decían que en “Guerra de estrellas” preguntaron. ¿Hombre que come hombre?, y la respuesta fue: “cacorro”, y el presentador del programa, que era un vikingo al que dicen que se le enchumbaba la canoa, manifestó: -¡No es, pero se vale!-.