sábado, 10 de febrero de 2007

Las monjitas de la caridad

Después de las lecciones de urbanidad que recibimos por parte de las negras vende bollos, nuestro vocabulario no fue el mismo. El mío, particularmente se deterioró. Puedo aseverar que, hasta el día en que le tiré el tote a la negra, nunca había escuchado una vulgaridad. Es más, inclusive después de ese hecho, decir “ajo” en mi casa significaba ser inmediatamente castigado. Igualmente, estoy seguro de que ninguno de los pelaos del barrio las utilizaba. Pero, la cosa poco a poco fue cambiando. Primero las decíamos entre chanza y chanza, y estas lentamente se arraigaron en nuestro lenguaje común.

Recuerdo que una tarde Pablo nos invitó a su casa, para escuchar una grabación que le había descubierto a su padre, se trataba de una canción: “La opera del mondongo”. Bastó con que la pusiera un par de veces, para que al rato ya me la supiera de memoria. Me senté en la puerta de su casa y comencé a cantarla: “El pato para volar las alas las encartucha, la mujer para cul...” y me pilló in fraganti Beatriz, su mamá. Me prendió por la manga de la camisa, me dijo que como era posible que de esa boca tan pequeña pudieran salir sapos y culebras y me llevó directo al lavamanos, en donde con jabón me hizo lavarme la boca. Era tanta mi vergüenza que duré un montón de días sin regresar a esa casa. Lo cierto es que las palabrotas fueron erradicadas temporalmente de mi uso diario. Sin embargo, a fuerza de escuchar a los demás, volví a utilizarlas.

La primera vez que escuché a mi padre decir una vulgaridad fue, una noche, durante un partido de fútbol celebrado en el estadio Romelio Martínez. El arbitro osó pitar un penalti en contra del Junior, y todo el estadio empezó a corear “hijueputa, hijueputa, hijueputa…”, yo estaba que me las pelaba por gritar, pero sabía el tigre que tenía al lado, hasta que de pronto mi viejo se unió al coro y a mi “no me tocó más remedio que unirme a aquel coro celestial”. Fue así como comprendí que, no sólo era yo el que las usaba, sino que todo el mundo lo hacía, hasta el punto de que llegó el momento de saludarse de cara de trola e hijueputa, se hizo tan común, que historias de duelos a muerte por mentadas de madres, parecen más bien leyendas. Vale recordar que, hasta mediados del siglo pasado, según he escuchado, la mamá se hacía respetar a si fuera a punta de balazos.

Hoy vivimos una vida más relajada y la vulgaridad campa a sus anchas, y hacemos gracia de su uso. Cuando mi amigo Rafael De la Valle tuvo su primer hijo, sus amigos nos encargamos de enseñarle al pequeño la mayor cantidad de vulgaridades posibles. El niño, que no debía tener más de tres años, resultó un buen aprendiz. En una ocasión la muchacha del servicio lo estaba molestando, y el pelao se quejó de “Ludi”; Rafa para quitarse al pelao de encima le dijo:-dile que te deje tranquilo porque si no le vas a enterrar la verga-. El pelao que siempre fue avispado, se dirigió a la muchacha y le dijo: -Ludi, como te sigas metiendo conmigo, “te voy a romper el jopo”-. Hasta la misma muchacha se rió de ver a aquel pequeñín pronunciar aquellas palabras, y aunque parezca mentira, el chico, hoy es un muchacho además de inteligente, serio y súper bien educado.

Respecto a mí, gracias a Dios y a la mujer con la que me casé, mis hijos me han salido juiciosos y educados. Es innegable que, a través de los años de matrimonio, he recibido un programa de reeducación total, que ha servido para que las vulgaridades desaparezcan prácticamente de mi casa. Hago hasta lo imposible porque mis hijos no las repitan. Pero, ¿con que cara los puedo regañar, si cuando voy en el carro, en más de una ocasión me han pillado mentándole la madre a alguno?

Ahora que vivo en Europa, muy lejos de mi tierra, me he dado cuenta que en Barranquilla no éramos tan vulgares. Basta con sentarse y ver la televisión, para comprender que los barranquilleros más bien parecemos unas monjitas de la caridad, y que el cura Hoyos, de quien algunos, por rivalidad política, decían sentirse horrorizados por su manera de expresarse, es la madre superior de la congregación. Digo esto, porque en España el lenguaje utilizado si que en verdad deja mucho que desear, y palabras como: culo, picha, trola -que realmente significa mentira-, o mentadas de madre. son de uso común, no sólo en la calle, sino en cualquier serie, concurso o noticiero de televisión. Como cuando decían que en “Guerra de estrellas” preguntaron. ¿Hombre que come hombre?, y la respuesta fue: “cacorro”, y el presentador del programa, que era un vikingo al que dicen que se le enchumbaba la canoa, manifestó: -¡No es, pero se vale!-.

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