domingo, 7 de enero de 2007

¡Que viva el carnaval!

La noticia le llegó a José Barrios como una bomba. La leyó una y otra vez y no lo podía creer, pensaba que era una broma. Pero no, por fin le habían reconocido su valía. Iba a ser el rey de los carnavales.

José, a quien todos conocían como “Pindanga”, era un gordo descomunal, famoso por ser propietario de la mejor fritanga de la ciudad. Además, era buen parrandero, y no faltaba a cuanta fiesta se celebrara. Todos los viernes y sábados era invitado a alguna y desde que llegaba, gritaba:- ¡Que es lo que pasa aquí, ni que hubiera un muerto, la vida es una sola, así que todo el mundo a bailar!-, tomaba de la mano a la mujer que se le antojara y avivaba la fiesta.

En medio de una de las tantas parrandas a las que siempre iba, y con el fondo musical de “Montijo y su Combo”, el alcalde, Eparquio Falquez, le dijo al oído:- prepárate porque vas a ser rey-. Con la algarabía, que él ayudaba a incrementar, no se enteró de aquellas palabras.

Así, cuando el 1º de diciembre, encontró debajo de su puerta, un sobre sellado y lacrado, que tenía estampado el sello de la alcaldía. Lo tomó intrigado, lo abrió cuidadosamente, y leyó una misiva en la que se le informaba que, mediante decreto municipal, había sido nombrado rey Momo de las próximas fiestas de carnaval. La noticia lo cogió por sorpresa, las piernas le temblaron un poco, comenzó a sudar y gritó:- Bertilda, Bertilda, ven inmediatamente, lee esto-.

El, José Barrios –Pindanga- no lo podía creer. Pero era verdad, iba presidir el desfile de la “Batalla de Flores”, en una gran carroza. Acompañaría a la hermosa reina Carolina Roncallo, y tenía que disfrazarse mejor que nunca, mejor que los años anteriores. Dada la importancia de su nombramiento, la ansiedad y los nervios lo embargaban y, por primera vez, no se le ocurría de qué se podría disfrazar.

Sus amigos de parranda de “El Salón Burrero” decidieron aconsejarle. Le propusieron que se disfrazara de Hombre Caimán o Marimonda, o de Congo Grande o de Torito, sin embargo, el no estaba muy convencido. Yo quiero algo diferente – les decía -.

Bertilda, su mujer le dijo entre chanzas: - Oye, si a ti tus amigos, además de decirte “Pindanga”, cuando te ponen pereque, te dicen que con lo gordo que estás pareces un Buda chino, dime, ¿no te parece que te podrías disfrazar de eso mismo? -.

Esa si que es una buena idea – respondió José -.

Vamos entonces a tomarte las medidas que, como siempre, yo te hago el disfraz –agregó su mujer-.

Durante el par de meses que faltaban para la “Batalla de Flores”, Pindanga cumplió a cabalidad con todos sus compromisos. Acompañado por una cumbiamba y de la reina del respectivo barrio, asistió y avivó todas las fiestas y verbenas que se celebraron cada viernes, durante los precarnavales. Se pasaba la noche entre Rebolo, Simón Bolívar y Siete Bocas. A donde llegaba, siempre encontraba a su disposición una canillona de ron, una jarra de guarapo y un grandioso plato de chicharrón con bollo de yuca.

No veía la hora que llegaran los verdaderos carnavales. Era consciente de que el sábado de carnaval tendría derecho a lo que quisiera. La ciudad estaría ese día a sus pies.

Cuando finalmente llegó el sábado de carnaval, desde bien temprano se puso el disfraz de Buda chino que le hizo su mujer. Le quedaba extraordinario. Y todos concluyeron que, cuando estuviera en el desfile, la gente quedaría encantada y que sería el mejor rey momo que se hubiera dado jamás.

Pindanga, para darle más originalidad a su disfraz se le ocurrió pintarse la piel de amarillo. Cogió una lata de antioxidante amarillo, que encontró en el cuarto de los cachivaches, y pidió a sus amigos que le echaran una mano de pintura. El propio alcalde Falquez, que se había dado una rodadita por su casa, estuvo entre los que le dieron un brochazo.

A las tres de la tarde comenzó la “Batalla de Flores”, que transcurrió como se esperaba. La gente en la calle se divertía como nunca, desde su carroza la reina Carolina, que estaba hermosísima, lanzaba sonrisas y flores. Pindanga, desde la suya, brincaba de alegría en su trono, saludaba y gritaba a todo el mundo. Disfrutando hasta la saciedad de su reinado, y bebiéndose la media caja de ron blanco que habían dispuesto para él solito.

Por la noche la fiesta continuó. Visitó cientos de casetas y verbenas que sonaban a todo timbal, hasta que empezó a hacer unos gestos extraños, y dijo -Dios mío me muero-. Los que estaban a su lado, como cada uno estaba más borracho que el otro, pensaban que se estaba haciendo el gracioso y que el gordo, lo que quería que era lo cargaran. No hubo nadie que se percatara de que se estaba asfixiando. La pintura era la causante de su desgracia. Así que, cuando se quedó quieto, lo dejaron tranquilo en un taburete en el amaneció más tieso que un palo.

Su cadáver fue velado durante casi tres días en pleno Paseo Bolívar. El martes, cuando intentaron llevar el cadáver al cementerio, como todos querían despedirse de el, tuvieron que pasarlo de hombro en hombro. Las lloronas y plañideras a lágrima viva gritaban: “ay José, se murió José”, y el resto del pueblo repetía una y otra vez el mismo estribillo. La consternación y el dolor eran generalizados, hasta que por encima del barullo se escuchó un grito:-¡Se murió Pindanga, que luto ni que carajo que viva el carnaval!-.

La música que hasta ese momento sonaba suave, subió al instante ciento de decibeles. La gente empezó a echarse maizena y agua, y comenzó a bailar. El cajón quedó tirado en medio de la calle, mientras el pueblo se divertía y despedía el último día de carnaval bailando alrededor del féretro.

El cura Pérez, que acompañaba el cortejo, obligó bajo pena de excomunión a unos cuantos, para que subieran el ataúd en la carroza fúnebre. Así pudo al fin llegar el muerto a su tumba. En su lápida, perdida hoy, escribieron simplemente: ¡Que viva el carnaval!

1 comentario:

  1. Muy buena esa historia, aunque creo que pindanga nunca fue rey, murió como tu dices por pintarse toda la piel de amarillo.

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