viernes, 12 de enero de 2007

El orgullo de ser un cazador submarino

Mi primo y amigo Augusto Martínez, me envía una historia que quisiera compartir con ustedes.


El orgullo de ser un cazador submarino

Por: Augusto Martínez Gómez

Un día cualquiera, durante la calma que precede a las brisas del Veranillo de San Juan, decidí probar un motorcito viejo que mi amigo Freddy Charris había reparado. Lo colocamos en mi lancha de casco duro e hicimos un pequeño recorrido. Para poder aprovechar aquellos momentos, y por si llegase a ser necesario, embarcamos algunos arpones y un par de mascarillas.

Durante el recorrido de prueba, mientras matábamos el tiempo observando el mar, Freddy me contó una historia a cerca de un naufragio ocurrido a mediados de la década del 40 del siglo pasado, casi al final de la segunda guerra mundial, a unos cinco kilómetros al oeste del muelle de Cisneros, en la ensenada de Puerto Colombia.

Se trataba de un navío mercante alemán, de ciento veinte metros de eslora. Me contó que la tripulación tomó la decisión de no regresar a su patria, y llevaron a tierra muchos de los valiosos utensilios del barco, incendiaron la proa y abrieron todas las válvulas. La nave, lentamente se hundió, para quedar a unos pocos metros de profundidad.

Tuto –me dijo-, a los restos de ese naufragio, los nativos de Puerto Colombia, los llamamos “El Alemán”, y muchos porteños de ojos claros, descendientes de esos alemanes, son testimonio viviente de la historia de aquella tripulación.

A puro pulmón, revisamos unos bajos cercanos en los que no vimos peces. Y, al convencernos de que el motor funcionaba perfectamente, fuimos a que yo conociera a “El Alemán”.

Al llegar ante los restos y echar el ancla, descubrimos que la visibilidad era buena y la corriente tranquila. A primera vista no se veían peces, por lo que empezamos a mirar por entre los laberintos del barco. Al filo del medio día, Freddy me hizo señas. Había encontrado un enorme mero, al que los porteños habían bautizado “Don Felo”, y sobre el que se tejían innumerables historias.

El pez, según los que habían intentado atraparlo, era astuto y escurridizo. Decían que había arrancado de las manos muchos anzuelos, varillas y arpones, a quienes intentaban atraparlo

Regresamos al bote emocionados y organizamos el equipo para la aventura. Sabia decisión, porque corríamos el riesgo de perder parte de éste, ante la magnitud de la empresa que pensábamos iniciar. Disponíamos de algunos arpones de variados tamaños y diversas características, que decidimos utilizar para la operación. Por si era necesario, pusimos en la boya la mayor cantidad arpones y vaillas que nos fue posible. Estábamos listos para atrapar al grandioso pez.

Al sumergirnos, vimos a Don Felo en la proa. Varios agujeros dejaban pasar la luz, y desde allí, en medio de la penumbra, se veía su figura fantasmagórica. Calculé que tendría una envergadura de dos metros y medio. Se veía imponente, con su espina dorsal erizada, confiado y seguro de su poderío. Era el depredador número uno de aquel naufragio. Bajé unas tres veces, hasta que al fin lo tuve de frente, y le solté mi mejor varilla con la esperanza de dejarlo listo al primer impacto. Estaba a seis metros y se movió muy rápido, la esquivó parcialmente, pero le dio arriba de la agalla y salió a toda velocidad por una de las ventanas del costado de proa. El cordel de 2mm de diámetro que llevaba la varilla, lo reventó como si fuera un hilo de coser, y se perdió en la bruma submarina.

Quedamos desconcertados, fui a la boya, cambié de arpón y regresé lentamente. Pensé en dos posibilidades: o se marchó al desierto submarino, o se ha quedado en uno de sus escondrijos del barco.

Un rato después, Freddy lo encontró en la popa y le hizo un disparó para intentar sacarlo de los compartimientos del barco. El pez salió veloz por todo el costado y se dirigió a la proa, en donde yo lo estaba esperando. Desgraciadamente, no vi en que lugar se había ocultado.

En una de las inmersiones, entré por el sitio en que lo había visto inicialmente, y luego salí por la ventana que había usado para escaparse. Sobre la arena a unos cuantos metros del casco se veía lo que parecían dos grandes troncos idénticos: uno era real, y el otro era “Don Felo”, que se había mimetizado extraordinariamente. No había diferencia entre ambos. Me di cuenta de su estratagema, cuando al subir a aspirar nuevamente aire, vi el débil brillo que producía una de las varillas que tenía incrustadas.

Arriba estaba Freddy para hacerme un relevo, bajó rápidamente, pero el pez al verse descubierto se le fue encima, de manera que su disparo no fue eficaz. En un arranque de coraje, mi compañero de aventura, se agarró de una de las varillas que el mero tenía clavadas, y fue arrastrado por el pez, hasta que la falta de aire lo obligó a soltarlo.

Cuando volví a bajar, vi que el cordel se había deshilachado, y parecía una larga y delgada bandera blanca, que ondeaba suavemente, delatando el escondite del astuto pez. Esta vez no se escondió en la popa. Se quedó a medio camino, entre unos mamparos angostos, donde casi no cabía. Aproveché la oportunidad que se me brindaba y le di un disparo un certero. Por fin había dado en la diana.

Subí nuevamente por aire y Freddy bajó por él. Lo encontró agonizando dentro de su escondite; recogió todos los cabos de los cordeles que había roto e hizo un gran nudo, y con una cautela extrema, lo sacó de su refugio. Para mí, que esperaba en el bote, el resto fue sencillo. Era como subir poco a poco el ancla. Aseguramos el nudo y Don Felo quedó, a media agua, moviendo sus aletas, con las varillas que le habíamos clavado mientras lo capturábamos. Verlo allí era un espectáculo alucinante. A pesar de la emoción, temíamos que, aquella leyenda agonizante, pudiera ser capaz de escapar. Encendimos el motor y regresamos lentamente a la orilla.

Pasados unos minutos comprendimos que se había rendido, que no iba a intentar nada y decidimos subirlo al bote. Nos detuvimos y suavemente lo acercamos a la borda, abrió la boca, lo amarramos y poco a poco lo subimos, hasta que al fin fue verdaderamente nuestro. Dentro de la lancha, dio unos cuantos coletazos peligrosos, que nos hicieron temer lo peor, pero en realidad se trataba de su despedida. En ese momento pensé, que aquel enorme pez, ya había cumplido su ciclo, y que había dejado una gran descendencia, que lo reemplazaría con mucha prestancia en el futuro.

Llegamos a la orilla cuando ya había comenzado a anochecer. Por fortuna, un fotógrafo playero todavía estaba por los alrededores del muelle y nos tomó las fotos de rigor. Al pez, le calculamos unos 150 kilos de peso y unos dos metros de largo. Habíamos tardado siete horas en pescarlo, y todavía no terminábamos. No habíamos previsto que el descomunal mero no cabría en ninguno de los congeladores de Puerto Colombia. Después de la agotadora jornada, nos tocó emplear varias horas más en filetearlo. Sólo así conseguimos salvaguardar su preciada carne.

Días después, conversando con Freddy, he sabido de la fama que había aquilatado Don Felo, en Puerto Colombia. Al parecer, su popularidad se debía, no sólo, a la astucia y habilidad para esconderse entre las grandes bodegas del naufragio, sino también a su fortaleza debida a su gran envergadura.

Debo confesar que la suerte estuvo ese arduo día con nosotros, porque muchas de las bodegas y los otros escondites que comúnmente usaba, habían desaparecido recientemente. El mar los había llenado de arena, y por esa razón el pez no tuvo tantos escondrijos por los que escapar.

A partir de entonces, mi entrañable amigo Freddy, con sus pulmones de acero, se ganó el respeto de todos los porteños, y hoy es considerado el mejor “pescasub” de esos lares.

Mientras me comía un buen filete de aquel mero, agradecí a Dios por haberme dado la posibilidad de conseguir lo que muchísimos habían intentado y que, sólo Freddy Charris y yo logramos. Respecto a Don Felo, gran pez, además de suministrarnos su apetecible carne, le agradezco que nos hubiera proporcionado tan tremenda aventura y, especialmente, que me ayudara a acrecentar el orgullo de ser un cazador submarino.



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