domingo, 31 de diciembre de 2006

La esquina de mi casa

El punto de encuentro de los niños y jóvenes de varias manzanas a la redonda, era la esquina de mi casa. Los amplios frentes de las casas estaban ajardinados, con su grama bien verde y cantidades de matas de flores de cayena de variados y hermosos colores. Pero, debajo del palo de acacia de esa esquina, nunca pudo crecer nada. No había día del año en que no jugáramos allí; algunas veces a la bolita de uñita o a la olla, en la que al arrancar usábamos una bolita pequeña para ganar la raya, y luego, para ganar la mayor cantidad de bolas, utilizábamos un bolonchón que, de un solo mameyazo, arrastraba y sacaba de la olla una gran cantidad de bolitas. También jugábamos con el trompo, no sólo a hacer piruetas, sino además a la “mapola”, para la que utilizábamos; uno bien bacano para ganar el arranque, otro ñacaroso, por si perdías y un tercero que tenía un clavo afilado en la punta, para partir en dos tapas el trompo del marrano de turno.

La esquina siempre estaba llena de pelaos. No había vendedor ambulante de paletas, raspao, mango verde con sal, trompos, mamón dulce y demás, que no se acercara a diario hasta allí, porque tenían la clientela segura. Finalmente hasta se convertían en amigos. Entre ellos había un hombre, bastante entrado en años, que vendía trompos y mangos; cada vez que pasaba, les regalaba un mango a los más pequeños, Camilo y Mónica. Los trataba de una manera tan especial, que, cuando llegaba el viejito Alfredo, sus propios padres llamaban al par de niños para que recibieran su mango de regalo.

Para disfrutar de la esquina no se requería una condición especial, no importaba que tuvieras 8 o 10 años, o 15 o 17, e inclusive que estuvieras por encima de los 20, como Paco Gallardo, porque todos jugábamos por igual. Paco, que ya estudiaba en la universidad, jugaba a la bolita de uñita y al trompo, de tu a tu con nosotros, y se mandaba tronco de puntería. Y cuando jugábamos béisbol, todos queríamos que jugara en nuestro equipo, porque representaba, cada vez que le tocaba su turno, un jonrón seguro. Sus amigos eran nuestros amigos, y en una ocasión tuvimos la oportunidad de jugar con uno de ellos, el mismísimo “Mono Escobar”, cuarto bate de la selección colombiana de béisbol.

En cada grupo, siempre hay alguien que se destaca, ese era Johnny Millón. Caminaba con el pecho adelante y los brazos abiertos. Tenía embobadas a todas las peladas de la cuadra, y se la pasaba haciendo piruetas en los árboles. Era el rey del barrio y los más pequeños imitábamos lo que él hacía. Brincando de una rama a la otra, no como Tarzán sino como Johnny, me caí del palo de acacia y me partí el brazo en tres pedazos. El brazo se me arrugó y encogió y se veía como si tuviera la mitad de su tamaño. Como siempre, me llevaron cargado donde el doctor Palacios, quien me mandó, de urgencia, a la clínica del doctor Modesto Martínez. Después de dos exitosas operaciones, me dejó el brazo perfecto y me creció normal. Para asustarme, mi vieja me decía: “sigue partiéndote los huesos y vas a terminar como ese señor”, mostrándome un poliomielítico que pasaba todos los días por la puerta de mi casa, con su paso renqueante, para ir a trabajar al Saint Mary School. Y lo decía con justa causa, porque ya el año anterior, me había caído de una paredilla y fueron varias las costillas que me rompí.

Rafael Vieira, fue otro de los que no pasó desapercibido en esa esquina. Lo primero que hizo fue estampar con brocha gorda, en medio de la calle, sus iniciales R.E.V.O. Era un pelao travieso, más malo que el azul de pelotica. Un 1º de enero, como a las 5:00 de la mañana, armó tremendo alboroto y al son de un acordeón, junto con un grupo de pelaos, se plantó debajo del palo de acacia, para darle el año nuevo a todo el barrio, cantando una y otra vez, “el compae chemo”. El patio de su casa parecía un pequeño zoológico. Lo tenía lleno de animales que él mismo se encargaba de atrapar en los montes vecinos. Su hobby era coleccionar serpientes venenosas, que en más de una ocasión llegaron a picarle, aunque jamás llegó a coger escarmiento. Con él aprendimos algo de física. Una de sus travesuras preferidas era estirar un gancho de alambre, de los que sirven de percha para colgar ropa, y lo guindaba entre los cables de electricidad. Al hacer contacto un cable contra el otro, se producía un corto circuito de tal magnitud, que en más de una oportunidad dejó el barrió sin luz.

Por aquel entonces, si alguien moría, era velado en su propia casa. Así pasó cuando murió nuestro vecino, Manuel Carvajalino. Don Manuel era un empresario muy respetado y conocido, y temprano empezaron a llegar todas sus amistades para presentar las condolencias. Desde el principio, el comentario general era el olor a muerto que se sentía en el ambiente. Conforme avanzaba el día, el hedor se fue haciendo insoportable, de manera que decidieron adelantar la hora del entierro y sepultarlo inmediatamente. Lo raro fue que, después de llevarse el cadáver y haber puesto toda clase de ambientadores, seguía el olor a putrefacción. No quedó más remedio que revisar palmo a palmo la vivienda. Un mosquerío insoportable y un montón de gallinazos orientaron a los que buscaban la proveniencia del pestilente olor. En el techo encontraron muerta y en descomposición, una culebra boa de varios metros de largo. Las sospechas recayeron sobre el “mono Vieira”. La viuda, ni se tomó el trabajo de ir a poner las quejas. Sabía, como todos, que aquel pelao debía estar ya atravesando el océano Atlántico, porque se había ido a estudiar Geología Marina y Taxidermia, en España.

Aquella esquina servía para todo. Le mamábamos gallo a cualquiera que pasara, en carro o a pie. Al chofer del bus, le gritábamos “roba vuelto”; al del carro de mulas, “traga peos”; al que ponía inyecciones, “puya nalga”; a la negra vende bollos, para deleitarnos oyendo sus vulgaridades, le pedíamos un “almanaque”; y, a las que perdían el año en el Saint Mary School, las batíamos gritándoles en coro: ¡Malamberas!, porque las recogían en un bus de Malambo para llevarlas al colegio donde les tocaba aterrizar, “El Divino Niño”.

La mayor parte del tiempo de nuestras vacaciones andábamos descalzos. Un día cualquiera los pies se me llenaron de hongos. Casi no podía caminar por la cantidad de vejigas que me salieron. El doctor Palacios me mandó una medicina que me tiñó la planta de los pies de azul. Me obligaron a ponerme un par de chancletas y me iba en puntillas hasta el bordillo de la esquina, para disfrutar viendo a mis amigos jugar y hacer diabluras. Una tarde pasó un hombre mal vestido y con barba larga y le grité: - es loco, se baña en batea…- no terminé el estribillo, cuando el tipo se devolvió a toda carrera. Al ver que se me venía encima, dejé tiradas las chanclas, y arranqué a correr, y no paré hasta que por lo menos había corrido cuatro o cinco cuadras. Por si las moscas, no regresé sino media hora después. Cuando llegué me estaba esperando mi mamá, no preocupada por el loco, sino por mis pies. En ese momento caí en cuenta que, hacía menos de una hora apenas podía caminar.

Conforme los pelaos iban creciendo, les tocaba ir pensando qué era lo que iban a estudiar. Por entonces, al terminar cuarto de bachillerato, daba caché ir a estudiar, los dos últimos años, a La Escuela Naval de Cadetes de Cartagena. Algunos de mis vecinos se fueron. Y cuando les daban permiso o en las vacaciones llegaban directo a la esquina, con la cabeza rambá, y vestidos impecablemente, con su uniforme blanco, para pantallear.

A menudo se presentaban con algún nuevo amigo. Me acuerdo en especial de uno, porque resultó ser hijo de un amigo de mi padre. La tarde que pasó con nosotros, se divirtió más que mico estrenando jaula, pero hizo el mayor esfuerzo posible en no manchar su uniforme. Todavía recuerdo su gran sonrisa, que iba muy bien con aquel traje blanco. Al día siguiente nos llegó la noticia de que había muerto. El muchacho, se había traído una granada, y junto con varios de sus pequeños hermanos, intentó desbaratarla con un martillo y un cincel, y casi toda la familia murió en la explosión. La noticia llegó a mi esquina, casi al instante, y todos fuimos corriendo a curiosear. La distancia que había entre nuestra calle 87 y la 76, la hicimos en un santiamén. Cuando llegamos, sacaban el primer cadáver, iba envuelto en una sábana blanca, era el de un pequeñín que no debía tener más de dos años. Al verlo, quedé tan impresionado, que me devolví inmediatamente para casa. En el camino de regreso, recordé el día en que “Vivi”, nuestra muchacha del servicio, me pilló con el revólver de mi papá entre las manos, me lo quitó con mucha maña y después me dio una paliza y me mandó a acostar. Cuando llegaron mis padres, me despertaron para darme otra zurimba. Ese día comprendí lo que significaba el peligro y que, gracias a Vivi, no me maté o no hice ningún daño a los que estaban conmigo.

Así como las chicas estudiaban en el Saint Mary, los pelaos íbamos al Biffi o al Sagrado Corazón, hasta que construyeron en frente, el Liceo de Cervantes. Al principio nos parecía bacano. El nuevo colegio tenía canchas de fútbol, béisbol, voleibol, básquetbol y, entre pared y pared, unos tubos amarillos por los que nos resultaba fácil colarnos y utilizar todas y cada una de las canchas. Los curas se portaban chévere y uno que otro hasta jugaba con nosotros.

La cosa cambió cuando entramos a estudiar al Liceo, porque entonces nos cobraban en el colegio lo que hacíamos en la esquina de mi casa. Según ellos, también había que respetar los alrededores. Puse el grito en el cielo y pedí que me cambiaran de escuela, pero mis viejos, en lugar de darme la razón, intentaron convencerme de que los curas estaban en su derecho. En modo alguno me resigné, así que les declaré la guerra y junto con algunos vecinos les hicimos unas cuantas maldades, que no pararon hasta que conseguí que me expulsaran definitivamente del colegio. Lo más cruel del asunto, fue que mi mamá llegó a pedir cacao, para que me dejaran regresar al Liceo. Por primera vez, el cura hizo una cosa buena: se mantuvo inflexible y no me permitió regresar -para mi fortuna-. Era consciente de que ya yo no aceptaba ni cumplía ninguno de sus ilógicos castigos. Aunque parezca sorprendente, no me castigaron aquellas vacaciones, pero me dijeron que o me corregía o la próxima vez me matriculaban en el Seminario.

Los mayores crecieron y se fueron a la universidad o consiguieron otras amistades o novias en otros barrios. La esquina fue perdiendo atracción y uno a uno, todos la abandonamos. Por fin creció la grama debajo del palo de acacia. Y la esquina se volvió apacible. Apacible como era la ciudad de Barranquilla, hasta el día en que un depravado, bajo engaños, se llevó a una niña desde la puerta del colegio y, después de violarla, la mató, dejándola semienterrada en uno de los montes cercanos a nuestra vivienda.

Hoy, veo a mis hijos y recuerdo aquella esquina con nostalgia. Desearía que su niñez fuera como la mía, que pudieran disfrutarla de una manera sana, sin desconfiar nadie; que entablaran amistad con cualquiera, con la certeza de que no les va a pasar nada. Me refiero a todos esos personajes malévolos, que han hecho que hoy hagamos de nuestros pequeños hijos unos ermitaños, que de milagro van al colegio, y que revisemos, con extremo cuidado, con quiénes hacen amistad y a que familia pertenecen.

2 comentarios:

  1. Tu esquina se parecía mucho a la mía. Es verdad, pero que desde existe la droga, todo cambió

    ResponderEliminar
  2. Yo también lo conocí al pelao de la granada y conocí a algunos de sus hermanitos. Y el mono Vieira, por si no lo sabes, es el del acuario de las Islas del Rosario.

    ResponderEliminar