domingo, 10 de diciembre de 2006

El sabor de las frutas ajenas

En la memoria de un niño hay hechos que son trascendentales, que permanecen como grandes recuerdos y no se borran jamás. En la mía quedaron clavados para siempre: La cara de la bruja que tuve por maestra en parvulario, que no se cansaba de pegarme una y otra vez con una vara de madera en las manos, para tratar de imponerme lo que ella creía era una buena educación; el primer televisor en blanco y negro que tuvimos en casa, con el que pude ver la serie de televisión “Bonanza”; la muerte de un Papa, que hasta ese día no sabía que existiera y por el que me hicieron rezar y llorar; y el asesinato de un presidente extranjero, que en esos momentos supuse que debía ser una persona muy importante, porque todo el mundo se lamentaba. Pero, por encima de todo aquello, nunca podré olvidar la ansiedad que me embargaba durante mi interminable espera por la llegada de las vacaciones.

Cuando al fin llegaban, me inundaba una gran alegría; el mundo, que entonces abarcaba tan sólo nuestra calle, de sol a sombra me pertenecía. Podía hacer prácticamente cualquier cosa y, lo más importante, verdaderamente me divertía. Fue durante esta época cuando conocí a Néstor, Alfredo, Elías, Roberto, Javier, Jorge, Pablo, Lucho, Ángel, Juan Carlos, Rafa, mis primeros y mejores amigos, aquellos que me querían simplemente porque sí. Y juntos descubrimos la mejor manera de crecer y de ser lo que somos hoy.

Nos poníamos de acuerdo para conducir y compartir la misma bicicleta, aprendimos a nadar y a jugar a fútbol, béisbol, voleibol, básquetbol y muchos juegos más que inventábamos a diario. Construíamos ruidosas patinetas, hechas con tablas y palos de madera usada, que andaban con balineras viejas que conseguíamos en los talleres de automóviles; competíamos para ver quien hacía la cometa más preciosa y grande del barrio; con un palo de escoba recortado y las tapas metálicas de los envases de las gaseosas o cervezas, jugábamos “chequita” en mitad de la calle, en una especie de derivación del béisbol; y hacíamos campeonatos de minifútbol con una bola de trapo que, como era hecha con retazos de tela y medias viejas, sólo aguantaba como máximo dos partidos, a menos que llegara la policía y nos la confiscara, junto con las cuatro piedras que servían de porterías, por entorpecer el escaso tráfico de vehicular.

Sin falta, todos los domingos a las seis de la tarde, íbamos a cine para ver películas de vaqueros, y sufríamos en carne y hueso cuando el bueno, “el chacho de la película”, era vapuleado sin contemplación por los bandidos, y saltábamos de alegría de los asientos cuando éste se levantaba semimuerto y, sacando fuerzas de la nada, abatía uno a uno a todos los bandoleros, con un revólver al que no se le acababan nunca las balas.

De vez en cuando nos retábamos para ver quién hacía la mejor broma. En lo que a mí se refiere, como decía mi madre: -lo que se te ocurre a tí no se le ocurre a cualquiera-, y debía ser cierto porque, se me ocurría cada cosa, como aquella maldad que le hice a la negra palenquera que vendía bollos de mazorca; me acerqué sigilosamente por detrás de ella y le lancé a sus pies un Tote y, con el susto de la explosión, perdió el equilibrio y casi se le cae la palangana repleta de bollos que llevaba en la cabeza y, como a pesar de que lo intentó no pudo atraparme, me insultó, durante incontables minutos, gritándome todas las vulgaridades que podían existir, que además eran las primeras que escuchaba en la vida. Cuando por fin la palenquera se fue, todos en coro comenzamos a repetir las plebedades recién escuchadas y a insultarnos con éstas.

A medida que fuimos creciendo, nuestros padres nos daban permiso para ir un poco más allá de lo que daba su vista, obviamente dándonos todas las recomendaciones posibles, respecto al cuidado que debíamos tener, debido al peligro que entrañaba la abundancia de culebras venenosas de cascabel, coral y mapaná raboseco que había por los alrededores. Así, cuando no estábamos jugando, nos alejábamos un poco para explorar los montes cercanos y llevábamos a cabo expediciones que generalmente nos reportaban gratas sorpresas. Una vez, luego de caminar sin rumbo fijo y buscando como siempre el tesoro del pirata Morgan, hallamos una roca enorme y, al correrla entre todos, descubrimos que en cambio de un tesoro había simplemente un nido de alacranes que, al verse privados de su protección, levantaron su ponzoñosa cola e intentaron picarnos. Conocedores del peligro, nos alejamos por el primer camino que encontramos, al final del cual nos tropezamos con una inacabable pared blanca que tenía un gran portón de hierro que rompía su monotonía y en cuyo arco superior estaba escrito un nombre: “Valdejuli”. Aunque ya era muy tarde para nosotros y estaba anocheciendo, pudo más nuestra curiosidad, nos ingeniamos para poder subirnos a la paredilla, y contemplamos maravillados la casa más extraña y grande que habíamos visto jamás. Era una construcción inmensa y alargada, de dos plantas, recubierta totalmente de ladrillos rojos, con un tejado formado por tabletas de color gris oscuro y una chimenea que surcaba los cielos, y cantidades de ventanas a través de las que se podían observar millones de bombillos encendidos que, en medio de la penumbra, la hacían parecer un barco de río. Una nube de mosquitos nos atacó recordándonos lo tarde que era y volvimos exhaustos a casa con la incertidumbre y la intención de regresar lo más pronto posible.

Esa noche, mientras cenábamos, le insinué a mi padre que construyéramos una chimenea en casa, y me explicó que en Barranquilla no era necesaria y que, si tuviéramos una nos asaríamos con el calor. Al irme a la cama, me costó mucho dormirme. El descubrimiento que habíamos hecho me daba vueltas en la mente, había adquirido un gran significado para mí y supongo que para mis amigos también. A la mañana siguiente, una vez hube desayunado me fui a esperar a los muchachos debajo del árbol de acacia que había en la esquina de mi casa. Al rato, todos llegaron y nos dirigimos a conocer bien aquella casa y cuando a la luz del día vimos lo que realmente había detrás de la pared blanca, las vacaciones dejaron de ser las mismas. Los patios de nuestras casas eran relativamente grandes y estaban sembrados con toda clase de árboles de frutas tropicales, sin embargo, aquél era diferente, poseía un embrujo especial y parecía que nos llamara y nos dijera, vengan aquí, qué están esperando, miren todas las cosas ricas y sabrosas que tengo a su disposición.

En torno a Valdejuli, el propietario de la vivienda, como nunca lo habíamos visto, tejíamos innumerables historias: unos decían que era paralítico y por eso nunca lo veíamos y que en esos momentos debía estar observándonos a través de alguna ventana, desde su silla de ruedas; otros, que era un millonario holandés que vivía en la isla de Aruba y tenía la casa simplemente para venir a pasar una que otra temporada. En todo caso, fuera quien fuera Valdejuli, decidimos que eso no debía importarnos, y tomamos la decisión de saltarnos la pared blanca y hacer de su patio nuestro propio edén.

Prácticamente a diario nos reuníamos debajo del mismo árbol de acacia y, en grupos de cinco o seis, nos dirigíamos a aquel paraíso tropical, y tranquilamente y sin que nadie nos dijera nada, envueltos por el agradable sonido que producían los pitirres, azulejos, canarios, petirrojos, toches, guacharacas, cocineras, tierrelitas, papayeros y cientos de aves más de distintas y desconocidas especies, pasábamos un par de horas trepándonos en los árboles y saboreando los más exquisitos y jugosos mangos, guayabas, cocos y ciruelas que existían sobre la tierra.

A medida que realizábamos más incursiones a Valdejuli tomábamos más y más confianza, hasta que, una tarde, el sonido de los pájaros desapareció de improviso, produciéndose un silencio infernal que fue desgarrado por los destemplados ladridos de una descomunal bestia negra y, detrás de ésta, venía corriendo un gigantesco individuo de más de dos metros de estatura, blandiendo un machete mientras nos insultaba y nos lanzaba toda serie de improperios. Ese día, al huir dejamos abandonadas en el suelo las frutas que habíamos recolectado y empezó un ritual que duraría, no sólo el resto de esas vacaciones, sino algunos años más. A partir de entonces, cada vez que íbamos a Valdejuli instalábamos un vigía para evitar sorpresas desagradables, y cuando veía a lo lejos aquel animal salvaje, nos alertaba, inmediatamente recogíamos todo y salíamos corriendo como almas que lleva el diablo.

El patio de la casa de Valdejuli era aparentemente el secreto mejor guardado, al punto de que ni siquiera a nuestros propios padres les habíamos comentado acerca de su existencia. Rompiendo tan sagrada regla, Néstor trajo una vez a su primo Aníbal para que pasase la tarde con nosotros. Elías se molestó por la revelación de nuestro gran secreto, pero comprendió que no podía hacer nada más, y al ver a aquel muchacho vestido como si estuviera listo para ir a la misa del domingo, irónicamente le dijo que lo mejor que podía hacer era quedarse de vigía. Aníbal no accedió. El iba a entrar porque por nada en el mundo se iba a perder semejante diversión. Se arremangó un poco los pantalones, se quitó medias y zapatos y se saltó la pared. La tarde transcurrió como siempre hasta que Javier, que hacía esa tarde de vigía, nos avisó del peligro y, al huir despavoridos, los zapatos de charol de Aníbal se quedaron puestos encima de la pared. Brillaban tanto bajo el hermoso sol de aquella tarde decembrina, que parecían como nuevos, como si hubieran sido recién sacados de su caja. El jardinero, que además hacía de guardián, se acercó velozmente a la paredilla y los tomó en sus manos, y al verlo descalzo, con una desfachatez propia de los que llevan la maldad en la sangre, lo miró y tranquilamente le dijo: -si los quieres ven y quítaselos a Blacky-, como se llamaba el perrazo que siempre lo acompañaba. Alfredo lleno de furia gritó: -¡No más, ya está bueno de maricadas!-, y cogiendo entre sus manos un mango bien verde y duro se lo lanzó con todas sus fuerzas. Fue como un grito de rebeldía a una situación que había estado repitiéndose durante mucho tiempo. Al instante, los demás comprendimos que debíamos hacer lo mismo y le arrojamos todos los mangos y guayabas verdes que teníamos a mano. Nuestro contraataque fue tan contundente que aunque no pudimos recuperar los zapatos, por primera vez hicimos retroceder a aquel desgraciado y a su perro asesino.

A partir de entonces, ya no huíamos del todo. Y cada vez que los veíamos venir, rápidamente nos saltábamos la paredilla y los bombardeábamos a mango y a guayaba verde. Nos volvimos tan descarados que, cuando el perro y su maligno acompañante se iban, continuábamos la faena. A veces, llenábamos tantas bolsas de fruta que casi no podíamos con ellas. Néstor, que era un poco alocado, un día en el camino de regreso a casa, por hacer de chistoso comenzó a gritar: -“mango, mango, vendo mango”-, y antes de que nos diéramos cuenta, se detuvo enfrente de nosotros un Toyota blanco y sus ocupantes le compraron una docena; enseguida todos empezamos a corear: “mango, mango”. Esa tarde, iniciamos un negocio de venta que pronto extenderíamos a otros productos: guayabas, ciruelas, cocos, y limones; envases vacíos de gaseosas; discos viejos; y, por supuesto, los libros del año escolar que acababa de terminar.

Para que rompiéramos la rutina, algunas veces la familia de Néstor nos invitaba a pasar la tarde en una casa que tenían a la orilla del mar. Allí también había unos frondosos árboles frutales y, traspasando una verja se llegaba directamente a la playa. Así que, cuando íbamos nos dábamos un agradable baño de mar y, además, comíamos mangos maduros hasta hartarnos. Una tarde, se divertían Néstor y Javier, meciéndose fuertemente en una hamaca atada en uno de sus extremos al grueso tronco de un árbol de mango y por el otro a una columna que servía al mismo tiempo de poste de la luz, y que estaba enterrada allí desde tiempos inmemoriales. Debido a la humedad producida por las torrenciales lluvias de los últimos días y con el ajetreo y el peso de ambos, la columna cedió y cayó encima de los dos y le aplastó la cabeza a Néstor, que murió instantáneamente. Javier falleció horas después a causa de las heridas internas producidas por el impacto. Era el día 28 de diciembre, día de los inocentes. Cuando llegué a mi casa y le conté a mi madre lo sucedido, no me creyó y me reprendió fuertemente por hacer bromas pesadas. Ella comprendió que lo que decía era cierto al ver mis lágrimas, producto de la impotencia de quien trata de decir algo de esa magnitud y en un día como ese no es creído por nadie.

Aquella tarde, que quedó grabada para siempre en nuestra memoria, dejamos atrás los restos de la niñez y la vida nos cambió para siempre. Nunca más volvimos a cine para ver películas de vaquero, ni hacíamos bromas pesadas, ni regresamos a la casa junto al mar, ni mucho menos se nos antojaba saltarnos la pared del patio de Valdejuli.

Ahora la casa de Valdejuli no se veía tan lejos, la ciudad poco a poco la había absorbido, y en el frente de la inmensa pared blanca había una nueva calle recién pavimentada y a su alrededor estaban siendo construidas decenas de casas. El jardinero, que realmente medía un poco más de un metro con setenta de estatura, tenía un nombre, “Zabala”, y se hizo amigo nuestro. Sólo entonces comprendimos que Zabala, al igual que nosotros, aguardaba con ansiedad la llegada de las vacaciones. Éramos su única distracción en la inmensa soledad que le producía aquella casa vacía con sus tres manzanas por patio. Nos contó que Valdejuli era en realidad el nombre de la región de la que provenía el millonario catalán dueño de la vivienda, que había llegado a la ciudad huyendo de la guerra civil española, que tenía un único hijo que se había quedado paralítico hacía algo más de diez años en un accidente y que, desde entonces, se habían marchado y habían recorrido el mundo consultando a los mejores médicos y brujos para ver si encontraban una cura milagrosa; nos invitó a conocer la mansión, todo estaba impecable y reluciente, esperando a unos dueños que no regresarían jamás, paseamos por sus hermosos jardines, recorrimos un pequeño campo de golf en donde hacía siglos que no jugaba nadie, y puso a nuestra disposición todos los mangos, guayabas, cocos y ciruelas que quisiéramos, pero ya no sabían a lo mismo, habían perdido el sabor y el encanto que nos producía el temor de ser atrapados mientras las cogíamos.

Al año siguiente, mientras me dirigía a recibir mis primeras clases de guitarra, vi a Zabala y a Blacky persiguiendo y asustando a otros niños que, como mis amigos y yo, se divertían cogiendo y disfrutando del exquisito sabor de las frutas ajenas.

6 comentarios:

  1. Esta bacanisimo, muy al estilo de Garcia Marquez.

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  2. Me parece que tienes muy buena narrativa, espero poder seguir leyendo tus próximos escritos y debes hacerlo ya pensando en algo que pueda llegar a todo el publico.
    " Piensa en serio , por algo se comienza" Exitos!!!!
    Y vamos pa lante que palante es pa llá"

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  3. te felicito por ese escrito,lo que dijo vero puedes ser otro david sanchez julio te ubico mas en ese estilo que el de garcia marquez.Yo soy modelo 69 osea generacion de la guayaba, estamos en la jugada, logicamente tus juegos son de hombres, pero en la version femenina, seria de aquella epoca los clasico chocoritos pero de lata, nada de esos plasticos modernos de nuestras hijas, sino que los tenia en una bolsa y hacian un escandalo cuando los vaciaba, o la clasica cabulla, no de esas hoy modernas de luces y plastica, lo mio era cabulla , cabulla, o jugar a la tienda con ladrillos y arena, o jugar al papa y a la mama y a uno como mujer ya iba tomando el roll clasico de la cocina haciamos unos brebajes de mata, arena y barro, inolvidables, o la clasica peregrina pintada por nosotros mismos, o las muñecas tiesas que tenian un pito raro atras, o los clasiscos yasses habia de plastico pero eran hueseros mejor eran los metalicos con una pelotica de caullo que brincama mas que el carajo, ver tu escrito me emocione y fueron aflorando estos juegos que tambien como tu quedaron para toda la vida en mi memoria, la verdad no es por nada pero la infancia de antes era mucho pero mucho mas vacana, fijate sin tanta tecnologia y tanta muñeca tan sofisticada con tanto acesorio que no le dejan para nada a la imaginacion a nuetsros hijos , que lo diga tu mujer que tambien es modelo como el mio creo, , nuevamente hector felicitaciones al nuevo david sanchez juliao que la distancia le aflora cosas que quizas aqui no le hubieran aflorado, saludes y sigue con tus excelentes escritos , saludes a laura ylos niños.

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  4. Hey Loco,
    Se te olvidó o no pasaste por el tiempo del trompo y la mapola, la bolita de uñita...nosotros también tuvimos nuestro Valdejuli; la casa de Julio Mario, hoy Carrefour. Que lástima no haber coincidido en el tiempo, te hubieran gustado sus naranjas dulces y sus mangos...

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  5. hola chacho me parecio muy chevere
    estuve leyendolo con adri y nadia y nos divertimos bastante has mas de estos relatos que me recuerdan a nuestra niñes. Intenta mandarlo al heraldo.

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  6. Yo también tuve mi patio secreto, era el de las monjas del colegio de la Enseñanza, las guayabas de las monjas también eran ricas y las tenían rojas y blancas, mejor dicho eran deliciosas.

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