jueves, 8 de abril de 2010

Mi pelea del siglo

A partir de hoy y cada vez que tenga tiempo voy a escribir lo que podría decirse que son mis memorias, con las que no pretendo herir a nadie, y por las que pido de antemano disculpas, si alguien se siente ofendido por algún mal recuerdo. Así mismo, dado que no voy a emular a ningún escritor famoso, no me pienso tomar el trabajo de corregir los errores ortográficos o de redacción que se den. Hoy comienzo con:

Mi pelea del siglo

Una de las peores cosas que le pueda pasar a un niño es tener un sobrenombre que tenga demasiada injerencia sobre él como persona. A mi me decían “Chacho” y eso era algo que había que hacer respetar como fuera, y que me llevó a tener una cantidad tal de peleas por tonterías, que al recordarlas hoy me parece increíble que hubieran podido darse. Tal vez, la que más recuerdo y que más gracia me produce es la pelea que tuvimos los hermanos Roberto y Felipe Chapman y yo, cuando aun éramos unos culicagaos.

Como todos sabemos, los costeños somos muy dados a ser mentadores de madre, bullangueros y alharaqueros. Pues, resulta que un día estábamos jugando chequita en la entrada del parqueadero de la casa de los Guzmán, casi todos los pelaos de la cuadra y por aquellos días mis padres, que se la pasaban discutiendo y peleando más que la mamá del Flecha, estaban separados, y la que había cogido sus maletas era mi madre, que se había trasladado para la casi de una de sus hermanas, así que en casa estábamos todos sin Dios ni ley. Pues durante el juego, cada vez que Roberto Chapman y yo discutíamos por una jugada: que si fue strike, que si no lo fue; que si tocó la línea, que si salió, etc., me soltaba como tres mentadas de madre. Y yo, que no andaba por esos días contento con la situación vivida en mi casa, le advertí en reiteradas ocasiones que si me volvía a mentar la madre le clavaba la mano.
Pasados varios innings y después de varias advertencias Roberto, que era tan o más plebe que yo, seguía con la mentadera de madre, hasta que me cabreé y me lancé hacia él como un gato y le empujé su par de trompás, y me devolví al home con intención de batear y le dije: ahora lanza o vuelve a mentarme la madre, tu escoges y el vergajo, en vez de tirarme la checa, me tiró el pedazo de ladrillo con el que pintábamos el diamante de juego. Afortunadamente no me pegó, pero ahí mismo nos levantamos a muñeca limpia. Cuando estábamos fajados el juanchito Jaller le empezó a echar carbón a Felipe y a decirle que si el veía a un hermano peleando el también se metía y Felipe cogió un coco biche que estaba a la mano y me lo clavó en toda la mandíbula. Al sentir el pretinazo me puse como loco, cogí el palo que usábamos como bate y lo levanté a palo hasta que le partí el palo en el brazo. Fue tal el escándalo que se armó que no recuerdo que adulto fue, pero detuvo la pelea, el juego y cada uno nos fuimos para su casa.

Al poco rato de estar en mi casa sonó el timbre y la muchacha del servicio, que ese día se iba, y ya llevaba sus motetes en la mano, abrió la puerta y dejó inocentemente entrar a la mamá de los Chapman. La vieja, que era la más gritona de la cuadra, entró como una loca y con las manos extendidas hacía adelante, con intención de prenderme por el cuello y de quererme ahorcar, mientras me gritaba: atarbán, asesino, me mataste a mi hijo, en referencia a Felipe, que no había matado ni una mosca y lloraba por el platanazo que le había dado con el palo. Lo gracioso de la situación es que la muchacha, que se iba para no regresar, y que según me recuerdan se iba por culpa mía, al ver a la mujer encolerizada, con ánimo de matarme, le tiró la maleta encima y se interpuso entre la vieja y yo, y a empellones las sacó como pudo de la casa.

Sobra decir, que mi amistad con los Chapman desde ese día no se volvió a dar, sobre todo porque el papá de ellos, días después, a raíz de una broma que hizo Néstor Guarín, se acercó para decirme que si le volvía a tocar a uno de sus hijos me rompía el alma. Respecto a juancho Jaller, estuve resentido con él un buen tiempo, hasta que un día, en la cancha de fútbol del Liceo, saboteé un penalti que iban a cobrar. Salí corriendo desde la gradería e hice el gol, el cura Santamaría, como siempre me castigó y yo que aún sentía temor reverencial hacia ese inquisidor, fui a cumplir el castigo, pero juanchito, con buena visión y agilidad empezó a gritarme que mi papá me andaba buscando, que era urgente, el cura me dejó ir, con la condición de que regresara a cumplir el castigo, pero todavía me debe estar esperando porque yo no regresé más y juancho y yo nos reímos un buen rato del desgraciado cura, en la esquina de mi casa.